1. In dubio pro reo?

Instrucción polémica. Procesamiento insólito. Sentencia bajo sospecha. El Fiscal General del Estado ha sido condenado por cinco votos a dos. Los magistrados conservadores de la Sala Segunda del Supremo han impuesto su mayoría. En los casos de alto voltaje político las sentencias deberían ser, como en ‘Doce hombres sin piedad’ y como sucedió en el juicio del ‘procés’, por unanimidad, pues la ausencia de ella proyecta sobre el dictamen una sombra si no de parcialidad, sí de imborrable duda. Lástima que en las sentencias dictadas por mayoría y no por unanimidad –cinco a dos, no siete a cero– no opere el compasivo principio ‘in dubio pro reo’: mejor errar a favor de un culpable que hacerlo en contra de un inocente.

2. Enric Juliana y yo

Escribía ayer en La Vanguardia el siempre brillante y casi siempre certero Enric Juliana: “Hace poco más de una semana, le comenté lo siguiente a un compañero de redacción: ‘El Fiscal General del Estado será condenado, una absolución pondría en crisis a la Sala Segunda del Supremo. No se sienta en el banquillo a una alta autoridad del Estado para darle la absolución’”. Escribía yo hace tres semanas en estas páginas: “Lo más probable es que no haya condena pero sí condenita, que no haya pena sino penita en forma de reproche, de amonestación, de regañina: algo, en fin, que le salve la cara a la Justicia española sin resultar demasiado oneroso para el reo, una reconvención que sirva al Partido Popular de clavo ardiendo al que agarrarse para salvar la cara, el relato, las injurias”. 

Acertó el gran cronista catalán y erró un servidor: supongo que por eso Enric Juliana es nada menos que Enric Juliana y yo no soy nada más que Antonio Avendaño (y a veces ni siquiera). La perspicacia de Enric auguraba que habría condena para salvar a la Sala Segunda del Supremo, mientras que mi candidez confiaba en la absolución, aunque con tirón de orejas incluido, para así salvar a la Justicia. En realidad, era imposible que la Justicia española salvara la cara en el desenlace de este caso: si absolvía al Fiscal General, no podría explicar satisfactoriamente por qué había permitido procesarlo con indicios tan fútiles; si lo condenaba, no podría explicar convincentemente por qué un fallo tan severo, aunque habrá que esperar a la sentencia, todavía por redactar, para comprobarlo.

3. Ego me absolvo

Dado que fue la propia Sala Segunda la que dio luz verde a un procesamiento que muchos otros prestigiosos juristas consideraban del todo injustificado a la vista de la endeblez de los indicios delictivos, cabía pensar que los siete magistrados que la integran pondrían a la Justicia por delante de sí mismos, y así cabe decir que lo han hecho las dos magistradas progresistas que han discrepado de sus cinco compañeros conservadores: esta sentencia absuelve, ciertamente, a la Sala porque con ella la Sala se da la razón a sí misma, pero condena a la Justicia al dejar en el público la inquietante impresión de estar ante una sentencia cogida con alfileres, un dictamen cosido con el hilo grueso de la política y no con el hilo sutil de la jurisprudencia, un fallo más propio de habilidosos leguleyos que de fiables, prudentes, cabales magistrados.

Cinco sombras y dos luces, pues, en la sentencia que ha condenado a Álvaro García Ortiz por mayoría de cinco a dos. Con su voto condenatorio, los magistrados Andrés Martínez Arrieta, Manuel Marchena, Juan Ramón Berdugo, Antonio del Moral y Carmen Lamela han salvado la honrilla de la Sala Segunda, que es como decir la honrilla propia; con su voto particular absolutorio, las magistradas Susana Polo y Ana Ferrer han salvado la honra de la Justicia.

4. Política y justicia

No diré ahora, claro está, que la sentencia me da la razón agarrándome al clavo ardiendo de que el tribunal ha condenado a Álvaro García Ortiz solo a dos años de inhabilitación y no a los cuatro de prisión y doce de inhabilitación que pedían las acusaciones particulares. Sí es cierto que en muchos otros casos una condena similar a la ahora impuesta por el Supremo al Fiscal General habría sido un éxito para el procesado; no así, sin embargo, en este, dada su naturaleza más política que propiamente penal.

Penalmente, o profesional e incluso laboralmente si se quiere, una inhabilitación de dos años sería para cualquier particular una condena dolorosa pero llevadera, más tirando a leve que a grave considerando que el procesado podría haber acabado en prisión; políticamente, en cambio, para quien es Fiscal General del Estado esa inhabilitación no es una condena menor sino mayor, como diría Rajoy: es una derrota en toda regla para él y una victoria incontestable para sus acusadores al satisfacer con creces el objetivo, de índole obviamente política, que se habían marcado, que era forzar su dimisión e infligir, en consecuencia, una derrota humillante al presidente del Gobierno que lo nombró. 

5. ¿Qué ha de decir un muerto?

Si ambas condiciones, la personal y la institucional, pudieran separarse, lo cual es imposible, diríamos que el ciudadano Álvaro García Ortiz ha salido vivo, pero el cargo público de ese mismo nombre ha salido muerto. ¿Muerto sin opciones de resurrección? No del todo. O sí, pero solo en apariencia: en teoría, puede resucitarlo el Tribunal Constitucional o, llegado el caso, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, mas inútilmente en ambos casos, pues como cantaba amargamente Luis Cernuda en su amargo poema ‘Un español habla de su tierra’: “Un día, tú ya libre/ De la mentira de ellos,/ Me buscarás. Entonces/ ¿Qué ha de decir un muerto?”.

6. Piedras sobre el tejado

Coda final. El Gobierno no debería, como está haciendo, elevar sino rebajar el tono crítico contra el Supremo: lo que le pide el cuerpo es elevarlo, pero no debería perder de vista el hecho, demasiadas veces constatado a lo largo de la historia, de que, en política, dejarse abducir por aquello que a uno le pide el cuerpo da una satisfacción inmediata pero acarrea a medio plazo largos dolores y costosas penitencias. Haga el Gobierno lo que crea que tiene que hacer, pero absténgase de decir lo que el cuerpo, enfermo de indignación y ciego de ira, le está pidiendo a gritos que diga. Con decir sobre la sentencia: “La respetamos pero no la compartimos porque la consideramos un error” es suficiente; que otros descalifiquen al Supremo, pero no el Gobierno, nunca el Gobierno, ni en público ni tampoco en privado: aunque crea estar tirándolas únicamente contra el ajeno, hacerlo es tirar piedras no ya contra su propio tejado sino contra el tejado de todos.