La derecha periodística se frota las manos. La noticia ha ocupado un espacio preferente en todos los medios conservadores, varios de los cuales han entrevistado a la ‘víctima’: El País ha prescindido esta semana de Fernando Savater, cuya firma ha dejado de aparecer en el periódico por primera vez en 47 años. Fiestorro general en las trincheras conservadoras, donde mientras los más obtusos ven detrás del “despido” la mano negra de ‘Perro Xanche’, los más desvergonzados se rasgan las vestiduras y, con gesto taimadamente compungido, simulan lamentar el nuevo revés sufrido por esa libertad de expresión de la que son tan insobornables defensores que en su opinión no debería tener restricción alguna… cuando el Gobierno de España es de izquierdas.

La directora Pepa Bueno llamó por teléfono al filósofo y escritor para decirle que no podía seguir escribiendo en el periódico con el que “desde hacía tiempo era evidente que no estaba a gusto” y sobre cuya dirección, periodistas y colaboradores Savater se ha pronunciado públicamente esta semana “en términos intolerables de desprecio personal”.

En su libro ‘El valor de elegir’, el eximio escritor y valeroso ciudadano había alertado con perspicacia contra el encumbramiento desmedido de ideas o personas: “No entronizamos lo falso o lo insolvente, sino que convertimos en falso e insolvente aquello que entronizamos… por el hecho mismo de entronizarlo sin reserva ni remedio”. Y quien dice entronizar dice todo lo contrario, demonizar o destronar. Viendo la saña con que desde hace tiempo se viene pronunciando contra el Gobierno, contra el separatismo, contra Pedro Sánchez y contra la izquierda en general, cabría invertir lo dicho por Savater sin que por ello dejara de ser cierto: “No demonizamos lo falso o lo insolvente, sino que convertimos en falso e insolvente aquello que demonizamos… por el hecho mismo de demonizarlo sin reserva ni remedio”. Como tantas veces sucede con los pensadores que de verdad lo son, la reflexión de Savater está tan bien traída que hasta el propio autor acaba siendo víctima de ella.

Nuestro amigo Fernando

Savater siempre ha sido para muchos de sus lectores más un amigo que un escritor: pertenece a esa estirpe de escritores ante los cuales el lector siente que le están hablando a él y solo a él. El mejor Savater tuvo siempre esa virtud no excepcional pero sí poco común. El último Savater no es necesariamente el peor, pues eso solo el tiempo lo dirá, pero sí es el más desconcertante para quienes durante tantos años leíamos sus textos como el que conversa con un amigo. Son justamente esos que nunca lo leyeron en el pasado quienes ahora lo entronizan. Mas no se engañe el escritor: para sus nuevos admiradores nunca será un amigo; en el mejor de los casos será un cómplice; en el peor, un instrumento.

En una entrevista en la Cope, Savater ha afirmado que "El País era de centro izquierda, pero crítico, y ha ido girando. [Ahora] no es un periódico más progresista, sino un periódico más progubernamental, que no es lo mismo”. Pero ¿acaso es hoy El País, por seguir con la terminología del propio Savater, un periódico más progubernamental de lo que lo fue o pudo serlo entre 1982 y 1996? No: lo único que sucede es que Savater se ha vuelto antigubernamental, que estuvo básicamente de acuerdo con los gobiernos de Felipe González pero no lo está en absoluto con los de Pedro Sánchez.

Con Sánchez, y antes con Zapatero, sin duda el PSOE ha cambiado y solo la historia nos dirá si para bien o para mal, pero desde luego no menos de lo que lo ha hecho el propio Savater, quien, de seguir vigente su mejor versión, no habría esperado a que el periódico le enseñara la puerta de salida sino que la habría abierto él mismo hace mucho tiempo, quizá musitado para sí con pesadumbre los turbadores versos de Lorca: “Pero yo ya no soy yo/ni mi casa es ya mi casa”. 

Un espíritu burlón

Si sus lectores tenemos hoy la sensación de que este Savater es peor que el de los 70, los 80 o los 90 no es porque haya cambiado de bando político y esté hoy mucho más identificado con la derecha que con la izquierda, sino porque es un Savater cuyo espíritu ligero y burlón sin dejar por ello de ser penetrante y compasivo se ha agriado irreparablemente; el pincel fino de antaño es brocha gorda hogaño; el ensayista y articulista que tanto admiramos, comenzó a volverse sectario, gruñón, irascible. Ni siquiera el terrorismo, contra el que tan valientemente combatió jugándose la vida, consiguió avinagrar su escritura y su carácter. Los crímenes del nacionalismo radical, la connivencia del nacionalismo templado y la ceguera de la izquierda chiripitifláutica sacaron de Savater lo mejor de sí mismo: la energía, la indignación, la tenacidad, el coraje. 

Las políticas de ‘Perro’ y su alianza con el independentismo pacífico pero delirante y con la izquierda neocomunista han hecho aflorar, en cambio, lo peor de él. Sánchez y sus aliados monopolizan toda su indignación. Savater había dejado hace años de ser el articulista certero e implacable pero festivo de las décadas que van del 70 al 90. Nuestro amigo no solo se ha hecho conservador, sino que se ha entregado a la nueva fe antizquierdista con el desmedido ardor del converso. Lo peor no es tanto el cambio de bando como el cambio de tono. Ya saben el chiste: “No me molesta que me llame hijo de puta, lo que me molesta es el tonillo”. 

El problema no es que Sánchez no le haya dado motivos para enfadarse, que sin duda lo ha hecho, a él y a mucha gente: el problema es que unos motivos que, por definición, pertenecen al orden de la política -y la política suele ser casi siempre pura contingencia-, Savater los ha trasplantado al orden de la teología: el autor de ‘La vida eterna’ participa de esa corriente de sacralización inversa y descabellada que ha hecho de Pedro Sánchez Pérez-Castejón una especie de Gran Satán dispuesto a hundir a España en el averno y aun más abajo a cambio de un mísero puñado de votos. 

Mas concluyamos este amargo artículo de una vez. Basten ya los reproches a quien tantos elogios merece por tantas cosas: cuando nuestro mejor amigo cambia de bando, lo mejor que podemos hacer es cambiar de conversación.