Nada menos que 75 personajes de la etapa del rey Emérito, en una curiosa mezcla de antiguos socialistas, muchos de ellos de lealtad guerrista, y personajes del PP más moderado, han suscrito una declaración en favor de Juan Carlos I.  Dicen que lo que se ha explicado “sobre determinadas actividades del rey Juan Carlos I han excitado una proliferación de condenas sin el debido respeto a la presunción de inocencia”. Se remiten a los tribunales de justicia caso de que deba ser reprobado. Y añaden que nunca se podrá borrar su labor en beneficio de la democracia y de la nación “so pena de una ingratitud social que nada bueno presagiaría del conjunto de la sociedad española”. 

Personalizan pues en el antiguo soberano el éxito de la Transición y la Democracia... casi en exclusiva. Y, bueno, se dejan en la cuneta el papel del resto de los españoles, de las organizaciones ciudadanas y sindicales, de los partidos políticos, de los demócratas de nuestro país que hicieron de tripas corazón con una Ley de Amnistía que borraba las terribles agresiones del franquismo, para propiciar una convivencia nueva. 

Que Juan Carlos I dio pie a ese enorme cambio es indudable, pero no es eso lo que ahora está en cuestión. No, no es eso. El asunto que está en debate trata de que el Jefe del Estado haya podido estar utilizando su cargo para hacer negocios personales y que, gracias a su papel institucional, haya podido incrementar sus cuentas personales sin contribuir a la Hacienda pública de su país, solo o en compañía de otros.  

El socialista Alfonso Guerra, que fue vicepresidente del Gobierno con Felipe González, aseguraba contundente este miércoles en la Cadena Ser: "Cuando se intenta atacar al rey Juan Carlos se está intentando atacar a la Constitución". Hombre, no don Alfonso:  la Constitución, afortunadamente, tiene su propia personalidad jurídica, ajena a los vaivenes reprochables de quienes ocupan altas instancias del Estado.

Del mismo modo que no se puede pasar de puntillas por los graves hechos que se van conociendo, recurriendo al indudable derecho de presunción de inocencia, como medio para echarle un capote al Emérito. Como es bien sabido, los reyes son inviolables en el ejercicio de su reinado, según la propia Carta Magna, por lo que, aun cuando hubiera delinquido en esa etapa, Juan Carlos podría irse de rositas. Sucede que con esta defensa a ultranza, los firmantes ponen a los pies de los caballos a nuestro actual Rey, Felipe VI, quien con su decisión de alejar totalmente a su padre de la vida profesional activa, admite, cuando menos, que ha protagonizado una actuación poco edificante. 

Habría que preguntarles a estos políticos indignados cómo es que no supieron nada de las malas acciones reales cuando supuestamente se cometieron, estando como estaban en puestos fundamentales de gobierno.

Cuando el elogio es desmedido, puede quedar la duda de que busquen demostrar su gratitud por la confianza depositada en ellos en su día. Pero, cada vez se hace más evidente de que la monarquía no necesita aduladores.