El independentismo ha reaccionado muy mal a la reelección de Ada Colau como alcaldesa de Barcelona con los votos del PSC y de la mitad del grupo de Valls-Ciudadanos. No tanto por los socios, que en el caso de los socialistas han permitido a ERC y JxCat arrebatarse mutuamente decenas de alcaldías, si no porque la determinación de Colau truncó lo que ellos interpretaban como el destino manifiesto de la capital de ser instrumento de su causa. La alcaldesa comparte la injusticia de los presos, como recordó ayer mismo ante Quim Forn, pero no cedió al chantaje emocional de reparar con poder político el dolor existente por la larga prisión de los dirigentes del Procés.

Los Comunes han descubierto el alto grado de intolerancia que suelen expresar el núcleo más radical del independentismo cuando las cosas no salen a su gusto, aunque sean el resultado de un pacto, la más elemental forma de política democrática. El episodio de la plaza de Sant Jaume, con descalificaciones a Colau y a sus socios y múltiples encaramientos personales por una supuesta traición a unos planes de hegemonía en Barcelona que las urnas no concedieron, puede tener un impacto político trascendente en el sector social representado por los Comunes. Los concejales socialistas, más acostumbrados a estas circunstancias, ni pestañearon, pero los rostros de los ediles de Barcelona en Comú, comenzando por el de Ada Colau, no pudieron ocultar su pesar e incomodidad.

Colau no modificará su apoyo a la reclamación de libertad para los dirigentes encarcelados y el PSC cuenta con ello; pero la distancia política de Comunes y ERC, expresada inequívocamente por Ernest Maragall (“no hemos venido aquí a tender la mano”) puede tener consecuencias a medio y largo plazo de no modificar los republicanos el rumbo de colisión establecido ayer con el soberanismo moderado. El PSC, vencedor táctico de la jornada de constitución de ayuntamientos, a pesar de perder Tarragona y Lleida, observa este movimiento tectónico en el equilibrio general de fuerzas en Cataluña con la mirada optimista en las elecciones autonómicas.

Este optimismo socialista descansa también en el fracaso de la operación Valls-Ciuadadanos, exhibida ayer por la partición del grupo municipal a la hora de votar a Colau (tres votos a favor y tres votos en blanco) y anunciada a voces por el ex primer ministro francés respecto a su discrepancia con Albert Rivera por su cooperación con Vox, que sumada a la huida madrileña de Inés Arrimadas,  permite intuir una descomposición del voto alcanzado en las últimas autonómicas.

El “error Barcelona” no explica por si solo día negro del independentismo que hace dos semanas tenía que ser una jornada histórica. ERC y JxCat protagonizaron múltiples enfrentamientos a lo largo de decenas de municipios, donde se perjudicaron mutuamente con descaro e intercambiaron insultos por pactar con el PSC, que en unos ayuntamiento son gentes de izquierda y en otros “los del 155”. El caso más sintomático de la ausencia de toda unidad y fraternidad entre independentistas es Sant Cugat del Vallés, feudo tradicional de CDC-PDeCat-JxCat que  ha pasado a manos de ERC-PSC-CUP. Con esta pérdida, los viejos convergentes desaparecen como fuerza política en el área metropolitana de Barcelona, donde el PSC reinará con toda comodidad.

El desorden táctico y las rencillas personales imperantes en el independentismo oficial llegaron al esperpento en la localidad del presidente Quim Torra. En Santa Coloma de Farners, el PDeCat pactó la alcaldía con el PSC (aquí, buena gente catalanista) frente a las aspiraciones de ERC de ocupar el cargo; sin embargo, el presidente de la Generalitat intercedió ante ERC para que accedieran a las aspiraciones del representante de su partido (que había desoído ya sus ruegos de rectificación) e impidieran un pacto con los socialistas (a su juicio, carceleros de catalanes); el pleno tuvo que suspenderse y la hermana del Muy Honorable descolgó la foto oficial de su hermano del salón de plenos por si acaso aquel templo fuera a ser mancillado por un acuerdo diabólico, como el acaecido en Vilafranca del Penedés o Calella, sin ir más lejos. Al final, de noche, ERC y PDeCat accedieron a repartirse la alcaldía.

ERC, en general, le ha ganado la partida a sus socios de gobierno del PDeCat, que solo retienen Girona como ciudad de cierto empaque (la auténtica capital de Cataluña, en opinión del ocurrente Torra), aunque en manifiesta minoría que les obligará a pactar con socialistas o republicanos en las próximas semanas se pretende aprobar alguna medida, comenzando por el cartapacio del ayuntamiento. Los republicanos gobernarán Tarragona y Lleida además de muchas ciudades medianas, consolidando así un poder municipal hasta ahora controlado por sus enemigos tradicionales de Convergència. Nada les va a compensar del fiasco sufrido en Barcelona, al menos durante un tiempo. En la capital no solo han perdido una alcaldía sino también la confianza en la presión ambiental como método infalible para rendir a sus adversarios.