Como diría José Mota: no digo que me lo mejores, solo iguálamelo. Imposible igualar lo sucedido este jueves negro en el Partido Popular: es difícil encontrar algún precedente dentro de cualquier partido de una guerra interna con el nivel de encarnizamiento y devastadores consecuencias como el que están protagonizando Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado.

Guerras como ésta se han producido, si acaso, en la agrupación local de algún pueblo, donde las rencillas personales de la tropa suelen cruzarse con las políticas, pero nunca, nunca en el estado mayor de un partido de gobierno como es el PP: el comandante en jefe investiga y acusa de corrupción a la mariscala más valiosa de sus ejércitos no por un súbito ataque de ética sino porque la considera un peligro para su jefatura.

Lo que hasta ahora había sido una guerra fría se convirtió este jueves negro en una guerra caliente. Más que caliente: ardiente. Todos van a salir de ella con quemaduras, aunque está por ver en qué grado acaba padeciéndolas cada uno de los combatientes. La Unidad de Quemados de Génova y del Hospital Cendal deberían ponerse en alerta máxima.

Los hechos sucedidos han sido tan ruidosos y las acusaciones entre ambos bandos de tan grueso e indecente calibre que es fácil perder de vista que lo acontecido tiene dos caras bien diferenciadas: por una parte, una guerra civil entre hermanos disputándose el poder dentro de un partido; por otra, un caso de corrupción casi de manual, donde un Gobierno autonómico otorga un contrato de un millón y medio de euros a un amigo personal de la presidenta de ese Gobierno y de su hermano, quien a su vez se lleva una comisión de 280.000 euros. No digo que me lo mejores... etc.

Aunque lo de la sustanciosa comisión de Tomás Díaz Ayuso no trascendió hasta ayer, el caso del contrato bajo sospecha fue revelado por Eldiario.es hace varios meses. Cuesta entender por qué la oposición de izquierdas de la Comunidad de Madrid no se fue ese mismo día al fiscal a denunciar el caso; e incluso cuesta entender por qué la propia Fiscalía Anticorrupción no actuó de oficio ante el fuerte olor podrido procedente de las alcantarillas de la Puerta del Sol.

La sensibilidad ética frente a la corrupción exhibida desde Génova a cuenta de los oscuros manejos de Ayuso y su hermanísimo es puro teatro. A Casado y Egea no les preocupa el pecado sino la filiación del pecador, en este caso de la pecadora. Quisieron chantajear a Ayuso con la información de que disponían: o renunciaba a su pretensión –perfectamente justificada y legítima– de presidir el PP de Madrid o lanzarían la bomba de racimo. Es lo que parecen haber hecho, salvo que sea la propia Ayuso quien, para desactivar la bomba, haya filtrado que su partido la espió a ella y a su familia; si así fuera, no habrá de servirle de mucho: las maniobras de distracción funcionan si y solo si quien las pone en circulación no ha sido cogido con el carrito del helado.

Una doble amenaza pesa sobre la presidenta madrileña: la amenaza de expediente e incluso de expulsión del Partido Popular y la amenaza política y penal derivada de la mordida que habría cobrado su hermano por sus buenos oficios para que un amigo lograra un sustancioso contrato para suministrar mascarillas a Madrid.

En principio, se diría que en esta partida mortal Pablo Casado cuenta con mejores cartas, pues no en vano controla el aparato y la maquinaria del partido. Ahora bien, el mayor peligro que hoy ronda sobre Pablo Casado se llama Pablo Casado: su empeño en impedir que Ayuso ocupe el cargo de presidenta del partido en Madrid habiendo obtenido los espectaculares resultados electorales que obtuvo en mayo pasado evidencia que el presidente del PP es un líder alarmantemente inmaduro, inseguro y débil. Y con no muy buenas dotes de estratega: forzar la convocatoria de elecciones en Castilla y León ha sido un error de principiante deslumbrado por el traicionero fulgor de un puñado de encuestas cargadas por el diablo.

Si el 13-F lo ha debilitado, el 17-F lo ha dejado al borde del coma. Aunque formalmente Casado gane su guerra contra Ayuso, que no está nada claro que lo consiga, materialmente ya la perdido. Ciertamente, solo puede quedar uno (o una), pero el que quede tendrá muchas dificultades para explicar a los perplejos militantes y votantes del Partido Popular a cuenta de qué venía esta maldita guerra que ha abierto a la organización en canal, ha multiplicado las expectativas electorales de Vox y ha regalado a los socialistas madrileños unas horas de felicidad como no habían disfrutado desde hace años.