Al colectivo de los agricultores viene a sucederle lo que al colectivo de los jóvenes: pese a estar vinculados, en un caso, por el hecho de trabajar en el campo y, en el otro, por la circunstancia de compartir una cierta franja de edad, las diferencias dentro de cada uno de los grupos son tan grandes que los análisis de lo que en ellos sucede acostumbran en el mejor de los casos a errar y en el peor a desvariar. En Sevilla, por no irnos muy lejos: un muchacho de las Tres Mil Viviendas tiene en común con uno de Los Remedios lo mismo que un modesto agricultor manchego con el accionista de referencia de una multinacional con decenas de miles de olivos cuya cosecha anual puede hacerse mecánicamente con un puñado de tractoristas.

De política entiende mucha gente; del campo, más bien poca, quienes viven de él y algunos expertos -como este- que, además de haber estudiado, han tratado de cerca a los agricultores y hollado alguna vez en su vida un barbecho embarrado por la lluvia. El campo es un sector difícil de analizar porque la mayoría de quienes se dedican al análisis desconocen no ya la vida de los campesinos, sino su manera de pensar, de soñar, de dudar, de emocionarse, de indignarse. Para el periodismo nacional los agricultores son marcianos.

Y quien dice para el periodismo dice para la política, pues también la política es una actividad netamente urbana, quienes la ejercen viven en las ciudades y les es familiar la manera de pensar, de soñar, de dudar, de emocionarse e indignarse de sus habitantes. Cuando hay una gran manifestación en Madrid, en Barcelona, en Sevilla para reclamar algo o protestar contra algo, políticos y periodistas saben a qué atenerse, saben cómo analizar la convocatoria, quién está detrás de ella, qué persigue, con qué se conformarán sus promotores para renunciar a la calle y volver a casa.

Grandes y pequeños

Con las protestas del campo es distinto. Distinto en España, pero también en Bélgica, Francia, Portugal, Alemania o Italia. Allí, como aquí, los observadores están perplejos, no saben muy bien qué diablos hacer con todos esos tipos que, montados sus tractores, se quejan de los tomates marroquíes, de las restricciones a los pesticidas o del papeleo para cobrar las subvenciones de Bruselas. Los de la ciudad solo entendemos de los agricultores, en el mejor de los casos, su queja contra el oligopolio de la distribución de alimentos: ahí sí que hablan el lenguaje político de la ciudad, pero, en cambio, es como si nos hablaran en chino cuando defienden la caza, los pesticidas o el gasoil.

En materia de sensibilidad medioambiental, los urbanitas partimos con ventaja porque a corto plazo no nos jugamos nada, para nosotros se trata solo negocios, nada personal, mientras que para los agricultores la batalla sí es personal, ellos se juegan mucho, pues no en vano sus ingresos no dejan de mermar. Les agobia el presente y tienen miedo del futuro, y no les falta razón: el suyo es un mundo en vías de extinción, y no porque los campos vayan a dejar de cultivarse -Europa nunca cometerá el error de poner en riesgo su autoabastecimiento alimentario- sino porque en pocos años ya no lo harán las pocas familias que todavía siguen cultivando tierras y criando ganado: se ocuparán de ello las grandes corporaciones agropecuarias, que lo mismo cultivarán productos ecológicos si son rentables que frutos tropicales aunque consuman insoportables cantidades de agua. La lógica de ganancia no tiene prejuicios. Nunca los ha tenido. De hecho, cada vez los tiene menos.

Puede, desde luego, que en el campo sea mayor el porcentaje de votantes de Vox, pero la motivación principal de los agricultores que estos días han cortado las autopistas de media España no es genuina ni principalmente ideológica. Lo era, si acaso, en los pocos cientos que ayer fracasaron en su intento de bloquear Madrid, pero no en la mayoría de quienes esta semana se han echado a las calles. Su ira no es contra Sánchez, sino contra la realidad. Ven cómo su mundo está agonizando ante la mirada impotente y desganada de la política y el semblante cordial pero indolente de la ciudad.