Richard Glatzer y Wash Westmoreland conciben un tan sólido como contenido drama, casi a modo de crónica, sobre la aparición y el desarrollo de la enfermedad del Alzheimer en una profesora universitaria de mediana edad encarnada por una Julianne Moore en estado de gracia.

Siempre puede surgir un cierto recelo ante productos que abordan dramas que giran en torno a una enfermedad por la sencilla razón de que es un material especialmente sensible, pues si no se maneja con la suficiente destreza este puede acabar naufragando en los terrenos convencionales de la lágrima fácil. Maneras típicas con las que se suelen elaborar muchos de los telefilms destinados a las sobremesas televisivas y algunos títulos destinados a la gran pantalla, la mayoría de ellos aderezados con el clásico preámbulo de que están basados en una historia real. Dicho con otras palabras, films que en casi todos los casos vienen a ser meras ilustraciones, elaborados muchos de ellos con oficio y en los que se busca conmover las entrañas del espectador. Aunque bien en cierto que el melodrama es un género que siempre ha tenido una gran aceptación en el público quizá por eso de que el ser humano es en el fondo un sentimental, como le decía el capitán Louis Renault a Rick Blaine en Casablanca (Michael Curtiz, 1942).

Sea como fuere, Siempre Alice, basada en la novela de mismo título escrita por Lisa Genova (editada en Ediciones B, 2009), es un consistente drama que navega por estos mismos derroteros pero que sin embargo posee ciertos valores que la sitúan por encima de los productos habituales del género. De hecho uno de los aciertos del cuarto título escrito y dirigido por el tándem formado por Richard Glatzer y Wash Westmoreland, los artífices de La última aventura de Robin Hood (The last of Robin Hood, 2013), es precisamente la contención con el que han tratado el guión. Un guión en el que además se apuntan una serie de buenas ideas pero que después han quedado esbozadas y con esa sensación de que se les podía haber sacado mucho más jugo. Una película que, desde el punto de vista narrativo, tampoco presenta demasiadas novedades pero que sin embargo transita de manera fluida, poco a poco, sin sobresaltos, aunque haya momentos en los que la habilidad de Glazer y Westmoreland logra contener ciertos efluvios de empalago y sensiblería que asoman a la superficie. Aunque también es cierto que parte de ese mérito reside en la esmerada interpretación del elenco de actores, en especial la llevada a cabo por una magistral Julianne Moore.

En el terreno de los aciertos de guión, es interesante el planteamiento inicial del personaje que da título a la película encarnado por Moore, pues Alice es una brillante profesora universitaria de cincuenta años de edad, felizmente casada con otro docente a quien interpreta Alec Baldwin y madre de tres hijos ya veinteañeros. Una especialista en lingüística quien, al principio del film, cuando imparte una conferencia sobre la adquisición y el desarrollo del lenguaje en las primeras fases de la vida del ser humano, precisamente el centro de sus investigaciones desde hace décadas, tiene por primera vez un pequeño lapsus de memoria quedándose bloqueada por unos instantes. Lapsus que luego se irán repitiendo con mayor frecuencia hasta que, tras hacerse unas pruebas médicas, le diagnostican que padece los primeros síntomas de la enfermedad del Alzheimer. Y es ahí donde reside la paradoja del asunto, que alguien que estudia los mecanismos del aprendizaje de la comunicación verbal, la aparición de la enfermedad la impulse al proceso contrario, es decir, hacia la regresión, al hecho de olvidar las palabras, las cosas, a desubicarse en su propio entorno, llevándola a una paulatina desconexión del mundo que la rodea. De ahí que son proverbiales los versos que cita de la poetisa norteamericana Elizabeth Bishop en una charla que imparte en público dando testimonio de su convivencia con la enfermedad:

«No es difícil dominar el arte de perder;
tantas cosas contienen el germen de la pérdida
que su pérdida no es un desastre».

Versos que en cierta manera vienen a ser una de las claves con las que Alice afronta su tragedia. Como también hay otros buenos momentos como aquella escena, cuando ella le dice a su marido que toda una vida de esfuerzo y entrega al estudio, todo lo que ha aprendido, todo lo que ha investigado, lo irá olvidando hasta disiparse en la nada. O esas secuencias, cuando usa las nuevas tecnologías, como el teléfono móvil, para apuntar los nombres de sus hijos, las fechas de los cumpleaños o las citas. Incluso esa otra idea, quizá una de las más impactantes del film, cuando los síntomas de la enfermedad se manifiestan con una frecuencia cada vez mayor y consciente  de que llegará un día en el que habrá perdido totalmente la memoria, Alice decide grabarse así misma en su portátil dándose a sí misma una serie de instrucciones de los pasos que tiene que seguir para consumar su suicidio.

Porque al fin y al cabo, un ser humano sin memoria es como si nunca hubiera existido.