Cuando Verónica Echegui aceptó protagonizar A muerte, lo hizo con la convicción de que el teatro debía ser un lugar de verdad. El montaje proponía una reflexión colectiva sobre el final de la vida, articulada entre la ironía y el desgarro. Fue la última vez que se subió a un escenario, y esa circunstancia transforma ahora la obra en un símbolo. El fallecimiento de Echegui, a los 42 años, ha conmocionado al mundo cultural y político, y sitúa aquel proyecto como un cierre inesperado de su carrera. A muerte deja de ser únicamente un experimento teatral para convertirse en la memoria viva de una actriz que nunca eligió el camino fácil.

El espectáculo, dirigido por un equipo creativo joven y comprometido, se estrenó como un ejercicio arriesgado: plantear al público hablar sin miedo de la muerte, un tema que suele incomodar y que a menudo queda relegado al ámbito privado. Con la presencia de Verónica Echegui en escena, aquella propuesta ganó una dimensión inesperada. Su capacidad para transitar del humor al silencio, de la carcajada al nudo en la garganta, hizo que cada representación fuera única. El público no solo asistía a una función, sino a un encuentro en el que lo personal y lo colectivo se mezclaban con fuerza.

Echegui entendía que la autenticidad era la única vía posible. Por eso no se limitaba a interpretar un papel: se sumergía en él con la naturalidad de quien convierte sus propios miedos y preguntas en material escénico. En A muerte, esa cualidad alcanzó un punto culminante. Hablar de la muerte desde el escenario, interpelando al espectador sin solemnidad y con una dosis de humor liberador, se transformó en un gesto valiente que hoy cobra un significado especial al conocerse su fallecimiento.

En A muerte, Verónica Echegui y Joan Amargós daban vida a un montaje que partía de una premisa sencilla pero universal: hablar de la muerte como parte de la vida. La obra se construía a través de escenas que alternaban el humor, la ironía y la emoción, en un diálogo constante con el público. Lejos de un tono solemne, la pieza se apoyaba en lo cotidiano para interrogarse sobre cómo afrontamos el final, cómo nos relacionamos con el duelo y de qué manera el miedo a la pérdida condiciona la manera en que vivimos.

La noticia de su muerte, tras una enfermedad que llevó en privado, ha provocado un aluvión de reacciones. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, expresó en redes sociales su reconocimiento: “Una actriz con un talento y una humildad enormes que se marcha demasiado joven”. También lo hicieron compañeros de profesión como Maribel Verdú, Antonio Banderas o Miguel Ángel Muñoz, que subrayaron tanto su talento como su cercanía personal. En el ámbito cultural, el recuerdo coincide en una idea: Verónica Echegui se caracterizó por elegir siempre proyectos que suponían un reto, aunque no fueran los más cómodos ni los más comerciales.

Esa actitud quedó clara desde sus inicios. En 2006 debutó en el cine con Yo soy la Juani, de Bigas Luna, papel que la convirtió en una de las grandes revelaciones de la temporada y le valió una nominación al Goya. Después vinieron trabajos como Katmandú, un espejo en el cielo, Seis puntos sobre Emma o series como Apaches y Tiempos de guerra. Su versatilidad la llevó incluso a participar en producciones internacionales como Trust, dirigida por Danny Boyle. Cada paso de su carrera mostraba la misma constante: la búsqueda de personajes complejos, alejados de lo convencional.

Con A muerte, Echegui cerró un círculo artístico. La obra, que en su origen pretendía simplemente abrir un debate social sobre la muerte, se ha convertido en un legado. El teatro, ese espacio que convierte lo intangible en experiencia compartida, se transforma en un lugar de despedida para quienes la admiraban. Allí, sobre las tablas, Verónica dejó una última lección: que hablar de lo inevitable no tiene por qué ser un acto solemne, sino también un acto de vida, de risa y de complicidad.

El vacío que deja en el cine y el teatro españoles es evidente. Tenía por delante proyectos que, según su entorno, confirmaban un momento de madurez y expansión internacional. Su temprana partida interrumpe una trayectoria que aún prometía nuevos desafíos. Pero también refuerza la dimensión de lo que ya construyó: una filmografía diversa, una presencia escénica inolvidable y una forma de entender la interpretación como búsqueda permanente de verdad.

Hoy, al recordar A muerte, resulta imposible no establecer paralelismos entre la obra y la realidad. Lo que se concibió como un montaje provocador adquiere un carácter casi profético, en el que la actriz puso en escena aquello que más tememos, invitando a reírnos de ello y a enfrentarlo juntos. Su interpretación permanece como un espejo que ahora devuelve también la imagen de su propia despedida.

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