Hace poco más de un año José Luis Amores, editor de Pálido Fuego, nos presentaba La hoguera pública, monumental novela de Robert Coover sobre Richard Nixon. El propio Amores ejerció la labor de traducción, y a principios de esta misma semana recibía el Premio Estado Crítico a su tarea de traductor con otra inmensa obra, El cuaderno perdido. También la translación de Pinocho en Venecia le corresponde, y en todos los casos me parece una labor excepcional que, si bien suele ser ninguneada por los suplementos de cultura oficiales, al menos ocupa su hueco en otros ámbitos, como en el mencionado blog de crítica literaria.

Pinocho en Venecia retoma al personaje creado por Carlo Collodi, el muñeco de madera que Walt Disney transformó en otra cosa (muy admirable, por otra parte: Pinocho es, probablemente y con permiso de Blancanieves y los siete enanitos, la mejor película de la factoría), y nos lo muestra cuando ya es un anciano de carne, un famoso profesor galardonado con el Premio Nobel que vuelve a la ciudad del título mientras escribe las últimas páginas de su nueva obra, consagrada al recuerdo del Hada de Cabellos Turquesa. Pero será en esta ciudad que se hunde poco a poco donde el propio Pinocho empezará su propio hundimiento, su descenso a una especie de infierno donde le suceden continuas desventuras: robos, maltratos, humillaciones a mansalva (que diría Íñigo Montoya)… y vuelve a convertirse en madera, una madera que se descompone y se cae a pedazos, como Seth Brundle en La mosca de David Cronenberg.

Lo que hace Robert Coover es retomar el personaje de la novela y revivir su espíritu, recobrando la amargura, la crueldad, el humor negro del original. Pero, como es habitual en este autor, no estamos sólo ante una mera continuación, ni ante un ejercicio de nostalgia y homenaje: se trata de una relectura en clave de parodia que explota las posibilidades del lenguaje y que escoge el camino del exceso a la manera de Gargantúa y Pantagruel: una especie de festejo imposible donde hablan y conviven títeres, esculturas, hadas, perros, gatos, grillos, zorras… mientras Pinocho trata de recuperar su obra perdida, sintiendo que ya no es el frío o el dolor lo que lo agota, sino "la desesperanza": Ya no le queda nada por lo que vivir, dice el autor en la página 123. El emérito profesor es un viejo que agoniza, que se muere, que va perdiendo obras, amigos y miembros, y a quien, entregado a la fatalidad, sólo le resta el recuerdo de lo que fue: el pasado y sus circunstancias, como si Coover nos dijera que incluso las fábulas y los cuentos infantiles desembocan en el mismo final que el de los seres humanos: agonía, enfermedad y muerte. Pinocho, al transformarse en niño, luego en hombre y más tarde en anciano, troca las servidumbres de la madera sometida a los ataques de la carcoma y la humedad por las degradaciones de la carne, por el tránsito inevitable hacia la vejez. Una novela tan excesiva y agotadora como magnífica y divertida.