Cuando la primera entrega de esta trilogía salió publicada en la editorial Pálido Fuego (que también se ha encargado de las siguientes), el traductor Javier Calvo indicaba en un artículo sobre aquel libro que una de las conexiones de Lars Iyer provenía de la brillante película Withnail y yo, dirigida por Bruce Robinson y protagonizada por Richard E. Grant (Withnail) y Paul McGann (Yo), dos amigos con tendencia a darle a la botella que se dedicaban a despellejarse mutuamente mediante la palabra, con Londres como escenario y con un apartamento repleto de suciedad y de vajilla sin lavar. Se trataba de una comedia sucia, salvaje y amarga. Y de eso hay mucho en esta trilogía de Lars Iyer, donde siempre hay un narrador (Lars) que va contando los desplazamientos y las conversaciones que mantiene con su mentor (W.), un hombre que lo humilla y desprecia mientras hablan de literatura, de la sociedad, del fin del mundo y del capitalismo.

En el primer libro, Magma (2013), estos dos hombres recorrían Europa dando conferencias. Atrás dejaban el piso infecto del narrador, una guarida devorada por los bichos y la humedad. Las diatribas de W., plagadas de dobles sentidos, de vejaciones y de vínculos filosóficos, son pesimistas, y sin embargo el lector se lo pasa en grande, como si estuviera asistiendo a un monólogo de algún miembro de los Monty Python. Dice W.: Estos son tiempos oscuros, después de todo. Nadie está a salvo.

En el segundo, Dogma (2015), W. insiste en la decadencia de los valores occidentales, y arremete contra todo lo que huela a pose, a falso, a manipulación. Ahora en el piso de Lars hay ratas, y ambos amigos se embarcan en nuevos viajes, en esta ocasión por Norteamérica, donde apenas reúnen público en sus conferencias, y donde el personal se aburre y vemos que son dos fracasados que nadan en el absurdo, como personajes de Samuel Beckett: ¿Ganamos? Perdimos, dice W., pero lo hicimos gloriosamente.

En el tercero, Éxodo (2016), W. y Lars prosiguen con sus conferencias y sus disparatados viajes y conversaciones, esta vez por pueblos y localidades pequeñas de Gran Bretaña. Ninguno de ellos ha cambiado. El pesimismo aún les carcome: A veces, W. desearía que hubiese una gran explosión en el cielo. Que una estrella cercana estallara en el firmamento. Que la cabeza de un cometa se dirigiese en llamas hacia nosotros. Ah, ¿por qué será más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo? Aman la ginebra por encima de todas las cosas y W. se pregunta por qué les llaman de un campus para dar conferencias: ¡Por Dios, en Middlesex hay gente capaz de pensar! Y ahora estamos aquí nosotros, que de ninguna manera poseemos la capacidad de pensar. Tendremos que depender de nuestro encanto (del encanto de W.).

La trilogía de Lars Iyer, traducida en su totalidad por José Luis Amores, que le proporciona ese ritmo de obra teatral cómica que una mala traducción hubiera arruinado, debería leerse, en primer lugar, como un divertimento: textos para pasarlo bien y divertirse. Aunque, y aquí llegamos al meollo, no se trata de meros ejercicios de cachondeo, sino que cada diatriba de W. engloba mucho peso, cada conversación que sostienen es una crítica hacia nuestra época. No hay argumento específico en estos tres libros, sólo derivas, trayectos y diálogos. W. y Lars son amigos, y lo son de verdad porque no se ocultan nada, no se critican a las espaldas: se apuñalan de frente (en una entrevista con el autor, éste citaba una frase de Oscar Wilde en relación a esto). Son como dos bufones de Beckett perdidos en el absurdo de unos tiempos en los que ya pocos leen y reflexionan, dos dinosaurios en proceso de extinción. Y todos esos monólogos y vejaciones están llenos de contenido, de nombres de literatos, músicos y filósofos. Lo decía Lars Iyer en la misma entrevista (la traducción es de Google): Mis novelas son fractales –collages de fractales. Cada vez que menciono a un músico, es porque pienso que resonará con otros temas en mis libros, porque constituirá otra imagen del todo.