Todos buscamos esas caras familiares que doten de coordenadas precisas a nuestra habitación de realidad. Es lo que Rafael Argullol denominaba la segunda patria. Nuestro lazo de pertenencia, nuestra conexión o sintonía con la realidad, con los otros, no se define, o no necesariamente, por aspectos inmediatos, o supuestamente naturales (que se podrían calificar de inmanentes). No es tu lugar aquel donde naciste, no es tu familia aquella con la que compartes lazos de sangre, no debes sentir parte de un grupo o equipo porque compartas algún rasgo distintivo, procedencia, etnia, lengua, credo o cualquier constructo de identidad que, de modo inherente, es artificial, no natural como se nos inculca, como si fuera una marca de nacimiento (como un código de barras). No sabemos dónde, en qué circunstancia, vamos a encontrar a aquellos con los que creemos sintonía, con quienes conectemos, qué características externas dispondrán. Quiénes serán esas caras familiares que compondrán la cartografía de la realidad que deseamos configurar porque es la que deseamos habitar, en la que nos sentimos, más que en otro lugar, más que con otras personas, nosotros mismos. Juliet Ashton (Lily James), en La sociedad literaria y el pastel de piel de patata (The Guernsey literary and potato peel pie society, 2018), de Mike Newell, las encuentra en una pequeña isla, Guernsey, en el canal de la mancha, cerca de la costa de Normandia.

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La escritora estadounidense Mary Ann Schaffer quería escribir una biografía sobre Kathleen Scott, la esposa del explorador Robert Falcon Scott. En su proceso de preparación viajó a Cambridge, pero descubrió que los documentos personales aportaban poco. Frustrada, decidió pasar un tiempo en Inglaterra, y en concretó viajar a Guernsey, una isla británica que se encuentra más cerca de Francia que de Inglaterra. En cuanto llegó el aeropuerto fue cerrado por la espesa niebla, lo que determinó que se dedicara a leer varios libros, que encontró en la librería del mismo aeropuerto, sobre la ocupación alemana durante la segunda guerra mundial. Veinte años después se materializará en una novela. Ese sinuoso curso de acontecimientos, entre imprevistos e improvisadas decisiones, se refleja en la misma narración, fechada en 1946. Juliet se encuentra empantanada. Es una escritora de cierto éxito con las novelas que firma con seudónimo pero siente que su realidad está definida por la falta, como si su habitación de realidad no estuviera compuesta. O desgarrada. En cierto momento evoca, en la habitación que ocupó, cómo descubrió que la fachada había sido derruida por la explosión de una bomba. Un plano contraplano que conecta tiempos (lo que aún no es y lo que falta), una elipsis que evidencia una circunstancia íntima (una fisura, un desajuste).

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La misma narración se estructurará sobre la alternancia o conjugación de tiempos. Una alternancia cuya raíz es una herida. Una carta le impulsa a realizar un viaje que es un giro de timón en su vida. En vez de seguir la corriente por la que le lleva el éxito de sus obras, esto es, conferencias en diversos lugares, se empecina en realizar una investigación que sacie su curiosidad. Esa carta, que busca su asesoría con respecto a un autor, le pone en conocimiento de un singular club literario que se creó como tapadera durante la guerra. Singular por su mismo nombre: ¿qué tienen que ver los libros con los pasteles de pie de patata?. En esa isla, en ese micromundo, se encuentra con seres con los que conecta de modo especial, pero en cuyo proceso se generan incógnitas relacionadas con la fundadora del club, que fue detenida por los alemanes y enviada a Francia. Silencios, remordimientos, dolor, evasivas. Pero también empatía, calidez, complicidad. Al fin y al cabo, en el poso del relato, de la receta vital, subyace la consideración de que la conexión no sabe de uniformes ni procedencias ni razas ni lenguas ni otros accesorios. La narración se teje, y gesta, en esa conversación entre tiempos alternados, y emociones contrapuestas, que en paralelo, configuran el proceso de transformación, o definición, de Juliet, que encuentra su lugar, su cartografía de caras familiares, en un entorno que, elocuentemente, está más cerca de otro escenario de pertenencia (Francia) que de su lugar de procedencia.

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El británico Mike Newell es de esos cineastas que congregan poca atención, o consideración, por carecer de señas autorales, un universo propio o un estilo diferenciado. Su forma de narrar o componer planos no difiere de otros tantos. Es el prototipo de artesano impersonal, y ecléctico, que sirve para un roto como para un descosido, y que ha transitado diversos géneros (entre el fantástico y el drama de época, sobre todo, pero también ha abordado el universo de los gangsters o la fantasía exótica). En su irregular filmografía hay obras discretas, apagadas, meramente correctas, o insulsas y anodinas. Desde la perspectiva del vaso medio vacío podrían calificarse así Bailar con un extraño (1985), Un abril encantado (1991) Escapada al sur (1992), la célebre Cuatro días y un funeral (1994) o Una insólita aventura (1995), pero prefiero considerarlas estimables desde la perspectiva del vaso medio lleno. Calificaría incluso de notables la mordaz Fuera de control (1999), Harry Potter y el cáliz de fuego (2005), que me parece la más lograda de la saga, incluso por encima de la que realizó Alfonso Cuarón, o esta aquí comentada. Aún más, destacaría una de sus obras como excelente, Donnie Brasco (1997). También la filmografía de un cineasta puede ser imprevisible. No sabes cuándo te puedes encontrar con una grata sorpresa en forma de Guernsey fílmico.