El país de las ranas, de Pina Rota Fo (1907), madre de Dario Fo, destila solar armonía narrativa, aunque su trayecto narrativo, que abarca treinta y cinco años, de 1917 a 1952, esté atravesado por la pérdida, por las guerras y las epidemias, y por la confrontación con la muerte en sí. Pina escribió esta hermosa obra durante la década de los cincuenta (e publicaría en en 1979), y deslizarse entre sus páginas retrotrae a cierto cine italiano de la posguerra. En la cubierta se evoca Arroz amargo (1949), de Giuseppe De Santis, que ya nos ubica en el contexto rural, pero, particularmente, me evocaba Vivir en paz (1947), de Lugi Zampa, por la solar y poderosa presencia del padre, también un campesino. En la película, Tigna (Aldo Fabrizi), aún en tiempos de guerra, se esfuerza por transmitir una actitud conciliadora. El padre de Pina era un pierdepiés, un pequeño arrendatario de la Baja Lomellina que trabajaba la tierra como un condenado. Una tierra en la que a los niños nacidos con la placenta se les denomina los nacidos con camisa. No cuesta imaginárselo también con los rasgos de Aldo Fabrizi, enfrentándose con enérgica elocuencia a quienes descalifican la vida del campesino, cuestionando a los patrones, o plantando otra vez cara a las normas de cortesía. La narración comienza con su presentación en concisos rasgos, pues la concisión, que se desprende lo accesorio, es una de las virtudes narrativas, y concluye con su última batalla, contra la muerte, siempre con la integridad o dignidad como baluarte, consecuente con su ateismo, y su amor a la tierra, lo que le abocaba, una y otra vez, a las discusiones con su amada esposa, que odiaba la vida en la granja. Ella deseaba que sus hijos se abrieran al mundo, en vez de quedarse constreñidos en esa pequeña parcela de realidad, y él esperaba que algunos sus siete hijos también quisieran trabajar la tierra en vez de desperdigarse con los años porque sus aspiraciones eran otras. Para él cultivar la tierra no era una tarea degradante ni de escasa valía, como bien le expresa a un profesor:

Les hicieron aprenderse la lección de que para trabajar la tierra sólo hacen falta un par de brazos, saber agachar el lomo y sudar lo que no está escrito. Los domingos una buena borrachera y, al volver a casa de la taberna, una palicita a la mujer. Luego se le hace el amor, se la deja preñada y va cayendo un hijo detrás de otro...Se canta en misa durante el Santus ¡y al hoyo!. No se necesita tener cabeza para ser campesino, eso es lo que les enseñan. (…) Es sólo para que entienda, señor maestro, que ser campesino es un trabajo de mierda, sí, pero una mierda que sólo sale bien si uno sabe, entiende, se informa.

La primera mitad de El país de las ranas se concentra en un periodo específico, los dos últimos años de la primera guerra mundial, cuando Pina tenía once años: la guerra lo había barrido todo: el carnaval, el mayo, los cuentos que se contaban en los establos. Los nacidos con camisa estaban en el frente y los masacraban como a los nacidos en cuero. Los primeros pasajes ya confrontan con la pérdida, puede ser la que depara un accidente, o la causada por la guerra. La pérdida de un nuevo hijo o, en el campo de batalla, la del hombre que se amaba. O puede ser por los estragos de una epidemia, sea de la fiebre aftosa o de la gripe española. Vidas que se desvanecen, y vidas que se alumbran. Lo imprevisto para la desaparición pero también para el nacimiento. Se ironiza con la monta de una potra cuando el semental que elige no es el predeterminado, pero lo mismo puede pasar con las parejas que se pueden formar entre los humanos, a veces por imposición de un entorno. Una sociedad que categoriza al hombre por encima de la mujer permite o acepta que un hermano menor se case antes que la primogénita pero no una hermana menor, lo que puede determinar que se busque un consorte, medianamente aceptable, para evitar la vergüenza.

Como en aquellas producciones italianas de la posguerra que combinaban, con luminosa templanza, el drama y la comedia en sus retratos de la vida precaria de la gente corriente, desde Vida de perros (1950), de Mario Monicelli a Dos centimos de esperanza (1952), de Renato Castellani, los secundarios son perfilados con sucintos y rotundos rasgos: ese veterinario con el que el padre entablaba conversaciones sobre política o la guerra, y juntos levantaban la voz y el codo; Elvira la pelirroja que trataba a Pina como a las mayores, cuyo marido, al que sólo había visto, por causa de la guerra, uno de los cuatro años que llevaban casados, se reía a carcajada limpia como ella. Y siempre la muerte. Pina, desde un principio, quiere mirarla de frente, aunque le digan que no es que algo que deba querer hacer una niña de once años. La obra despliega un admirable don para combinar tonos, o imbuir de sombras las sonrisas. Las regañinas de la madre por no quitarse el delantal ni los zuecos para su primera fotografía en el colegio de monjas se combinan con la aflicción, incluidas pesadillas, que causan las persecuciones de los que antes alegraban la vida y ahora son acusados desertores, o los retornos de quienes vuelven ciegos o con algún miembro amputado. Gestos que se encogen, pelos que encanecen.

La comida escaseaba y a los soldados ya no les servía la ropa de civil. El trabajo en el campo se había detenido por el invierno, y pasaban el día en la taberna, contando historias de las tragedias y masacres que habían vivido y sufrido en la guerra. A algunos de ellos, que se habían marchado siendo niños, la cara les había cambiado tanto que estaban irreconocibles: incluso la voz y los gestos eran distintos. Nevó mucho, y deberían haber despejado al menos las calles, pero el ayuntamiento no tenía dinero. Mi padre decía: las dos cosas más inútiles e idiotas de este mundo son quitar nieve y matar gente; la nieve se va sola, el hombre muere solo. La nieve pisoteada sanea el cenagal podrido, y si dejas vivir a un hombre puede que de viejo haga cosas buenas, mejor que cuando era joven; si lo matas antes de la cuenta sólo hace estropicios.

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Otra de las películas de Luigi Zampa de aquel periodo, El arte de apañarse (1954) se centraba en un hombre sin atributos, medroso, acomodaticio, encarnado por Alberto Sordi, que siempre se considera víctima mientras se aprovecha, apañándose, de las circunstancias, como el perfecto camaleón que se adapta a cualquier cambio en el poder. Según varía el escenario es socialista, fascista, comunista, demócrata cristiano o lo que fuera necesario. En su segundo tercio, El país de las ranas, a la vez que refleja las variaciones en la parcela de vida de esta familia campesina, con los casamientos de sus hijos, y sus correspondientes desperdigamientos para formar sus propias parcelas de vida, también refleja los vaivenes sociales que determinaban que simplemente se variaran las apariencias. Las modificaciones naturales y las modificaciones sociales, la ley de la vida y la doblez y maleabilidad como pauta de adaptación y supervivencia social.

-Siempre nos toca padecer por algo: primero la guerra, luego la gripe española, ahora los fascistas: Pero ¿quiénes son los fascistas estos?

-Son los patronos...es el poder. Han reclutado a los muertos de hambre con su dinero: primero les pusieron un mosquetón en la mano, y ahora una porra. <<Los rojos son tus enemigos>> les dicen, mientras el clero hace los coros y les da su bendición.

Estos pasajes son pasajes más breves aunque condensen un más extenso periodo de tiempo. La sensación, en la infancia, de que el tiempo se desplaza más lento, se torna en ese suceder del tiempo que hace tomar constancia de lo efímero a la vez que se siente que el tiempo se desgrana volátil, como si fuera embargado. Los últimos capítulos se hacen eco del inexorable deterioro de la vida. Son hermosos homenajes a la madre y el padre. Y, sobre todo, a la capacidad de mirar de frente. A la flexibilidad de la mirada, o cómo el padre encaja que la vida no se conformaría según había imaginado, con sus hijos tomando el relevo del amor a la tierra. Y a la mirada que, a la par que amar su lugar en el mundo, como quien sabe con precisión cual es el encuadre de la vida que desea, no deja de sublevarse ni de cuestionar lo que tantos dan por sentado, o simplemente aceptan porque es lo que dicta el patrono, que parece asociarse con el más fatal virus, más letal que cualquier epidemia o la guerra: No hay nada que hacer, los patrones son el castigo más atroz para los campesinos. La biblia y los curas no nos contaron bien la historia de la expulsión: cuando Dios pilló a Adán y Eva sisándole las manzanas prohibidas, como castigo no se limitó a expulsarlos, sino que encima les mandó a los patrones. ¡Ese fue el auténtico castigo!. Al fin y al cabo el patrón es alguien, como señala el padre, que un día dijo, antes que nadie, esta es mi tierra, mi propiedad, y establezco un cerco que a la vez afianza mi posición de privilegio. Esta novela es un canto de amor a un padre, un personaje memorable que nos recuerda que hay que evitar que nos acostumbren a mirar la verdad del revés.

Capitalismo, Vaticano y fascismo, el gran secreto de la Trinidad. Nos han acostumbrado a mirar la verdad del revés, como aquel que sólo veía las estrellas, la luna y el sol dentro del estanque, y creía que los peces estaban entre las ramas de los árboles y los pájaros debajo del agua.