El segundo largometraje de Alice Rohrwacher es una sugerente fábula que gira en torno a un hosco apicultor y su familia que se dedican a la elaboración artesanal de la miel. Una parábola sobre el desmoronamiento de un modo de vida que viene avalada por varios galardones como el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes.

Gelsomina se llama la adolescente que protagoniza El país de las maravillas, pero también era el nombre de la protagonista de La strada (1954) de Federico Fellini. Si bien el personaje encarnado por Giulietta Masina era comprada por Zampanó, el artista ambulante a quien ponía rostro Anthony Quinn, y a quien acompañaba hasta el final pese a su fuerte y agresivo temperamento, la Gelsomina de Alice Rohrwacher es la primogénita de Wolfgang (Sam Louwyck), un apicultor también de carácter adusto, que junto con sus hermanas le ayuda en las tareas de la elaboración de la miel en la desvencijada granja donde viven situada en la Italia profunda. Sin embargo, tampoco es cuestión de hacer comparaciones, a pesar de que ambos personajes tengan el denominador común de vivir bajo los auspicios de un ser tiránico, porque ambas películas transitan tanto estética como conceptualmente por derroteros bien diferentes, aunque hay imágenes de El país de las maravillas que pueden traer ciertas reminiscencias fellinianas, y no solo por la presencia de algunos elementos que le imprimen un aire un tanto onírico a la historia, como el camello que adquiere el progenitor, sino en todas aquellas que corresponden a la parte del concurso de televisión, cuyo título da nombre a la película, y al que Gelsomima apunta a los suyos. Un concurso en el que compiten familias que presentan sus productos elaborados de forma artesanal y que tiene como escenario los vestigios etruscos de una isla cercana, con los concursantes vestidos de tal guisa, al igual que la presentadora a quien encarna Monica Bellucci.

Sin embargo, El país de la maravillas es un sutil fresco en el que Rohrwacher plantea en tono de fábula una serie de cuestiones como es el despertar de la adolescencia a través del personaje deGelsomina, quien junto con sus hermanas viven bajo la estricta disciplina de su padre, un hombre aferrado a la tierra que se resiste a los cambios y quien trata de mantener a sus hijas alejadas de la civilización en su empeño por inculcarlas una existencia en sintonía con la naturaleza, aunque sea bajo las deterioradas paredes de una casa rodeada de charcos y barro en mitad de la nada. Una especie de enclaustramiento sin muros que se limita al perímetro de la granja y a las salidas, siempre con el progenitor, cuando van a atender sus colmenas o a realizar actividades relacionadas con las abejas, como en aquella ocasión en la que tienen que recoger un enjambre que se ha instalado en el interior de una hormigonera situada al lado de una iglesia en obras. Porque en cierta manera las abejas vienen a ser una metáfora sobre la familia que forman Wolfgang, su mujer Angelica (Alba Rohrwacher) y sus cuatro hijas, quienes al igual que los insectos, protegen y limpian su “colmena”, el laboratorio donde producen miel de manera artesanal.

Una familia que vive a la manera de una comuna y cuya rutina diaria se verá trastocada por la aparición de Martin (Luis Huilca), un adolescente al que acogen dentro de un plan de reinserción social ya que, además de que trabaje en los quehaceres de la granja, recibirán por ello una ayuda económica que les permitirá acondicionar su pequeño laboratorio acorde a una nueva normativa que acaba de establecerse. Martin, quien vendría a ser una suerte de representación alegórica de la figura del zángano en la colmena, despierta los sentimientos de Gelsomina hacia él. Algo que enfatiza el hecho de que aquel solo rompa su permanente silencio emitiendo un peculiar silbido. Cualidad que en un plano onírico posee su conexión con ese encantamiento del que hace gala Gelsomina con las abejas, dejando que salgan de su boca y recorran después su rostro sin que la piquen.

Además de la presencia de Martin, el otro hecho que terminará por alterar la cotidianidad familiar será la noticia de que han sido seleccionados para participar en el concurso, aquel al que Gelsomina se ha inscrito en secreto a pesar de las negativas de su padre. A partir de ahí, la cineasta italoalemana traza una perspicaz crítica sobre el poder de la televisión que manipula y convierte en espectáculo los sueños de una amplia mayoría popular seducida por sus cantos de sirena. Porque dicho concurso es en realidad un artificio concebido al más puro estilo kitsch presentado por una especie de hada madrina ataviada con una indumentaria pretendidamente etrusca. Aunque para Gelsomina, por encima de toda esa parafernalia, el hecho de ganar significaría la posibilidad de salir de esa realidad en la que vive bajo las ataduras que impone su padre.

Porque El país de las maravillas es también una crónica sobre el desmoronamiento de la sociedad actual, de una forma de vida condenada a extinguirse, o de los valores morales y culturales, desfigurados por el medio catódico que no repara en ofrecer una imagen distorsionada del pasado histórico, de convertir sus vestigios en atracción turística en su ansia por incrementar los índices de audiencias.

A partir de una sencilla puesta en escena, Rohrwacher elabora un film donde juegan una especial importancia los gestos y las miradas, sobre todo las de Gelsomina, interpretada por una más que excelente Maria Alexandra Lungu. Gelsomina, la hija predilecta de Wolfgang, su mano derecha, quien en su ausencia se encarga de la preparación de la miel y a quien desea retener en la granja sin ser consciente de que la niña de sus ojos, simplemente, crece.