Representar o no. Qué se puede representar y qué no se puede. Qué distancia tomar. Cómo hacerlo. Reproducir mediante la ficción, documentar los testimonios. Imagen, oralidad. Debates sin, quizá, una posible respuesta que han acompañado al cine holocáustico –nos centramos en él- desde poco después de la liberación de los campos. Casi cualquier acercamiento a la Shoah ha planteado las anteriores –y otras- cuestiones sobre qué tipo de metodología, o, mejor dicho, qué distancia, se debía tomar con respecto al tema. La controversia entre Gordard-Lanzmann (por no ampliar con más nombre), por ejemplo, evidencia esa tensión dialéctica además de la difícil resolución al respecto.

 

 

 

 

El hijo de Saúl, evidentemente, podría volver a sacar a colación lo anterior. Por un lado, estamos ante una ficción, una representación –como también lo es el documental, aunque eso es otra cuestión-, una película que reconstruye una historia y que maneja elementos narrativos –de la ficción- sin apoyo documental –en el plano visual-. No es, por supuesto, la opción del debutante Lászó Nemes la de crear una ficción común, pero se adentra en los, para muchos, complicados derroteros de la ficcionalización holocáustica. Sin embargo, el problema no suele, o no debería serlo, de si estamos ante una construcción narrativa o ante un documental, sino sobre cómo se trata el tema, que acercamiento al mismo se lleva a cabo. El nerviosismo que en ocasiones produce la ficción, como si el documental fuera un género más puro, olvidando que impone, igualmente, elecciones metodológicas que condicionan el discurso, ha llevado a que casi todo acercamiento desde la ficción al Holocausto haya sido considerado, a priori, como “sospechoso”; cierto es que muchas de esas películas, a posteriori, no han ayudado a terminar con esa postura. Por eso el trabajo de Nemes, como el año pasado la de Christian Petzold en Phoenix, se nos antoja tan relevante.

 

 

 

 

 

Porque Nemes ha optado por una posición estética-formal que, en cierto modo, reúne en sí todas las posturas; lo cual podría, a su vez, evidenciar cierta absurdidad intelectual a la hora de establecer cómo se debe y cómo no se debe llevar a cabo la representación de algo –en este caso, del “tema”-. Por un lado, se permite ficcionalizar: Saúl es un “trabajador” de los sonderkommando  que, ante la visión de un niño muerto (cuyo cruel asesinato contempla), decide, en un acto tan moral y lleno de lucidez humana como casi absurdo –no cambia en apariencia nada-, buscar como sea a un rabino para llevar a cabo un funeral y un enterramiento en condiciones. En algún momento asegura que se trata de su hijo; hay quien le contradice, que no tiene hijo. Pero en cualquier caso, da un poco igual: se trata de mostrar la lucha de un hombre por, en el infierno, en un espacio deshumanizado, llevar a cabo un acto humano así como una muestra de la imposibilidad de una descendencia. Una ficción que, a la par, se desarrolla en otra gran ficción –otro gran relato- que queda en un segundo plano de representación pero que, en realidad, está en el primero: Saúl, como miembro de un sonderkommando  (comandos oficiales compuestos por prisioneros judíos) que se encarga de apilar la ropa de aquellos judíos que entran en las cámaras de gas, organizar los objetos que llevan encima, trasladar los cuerpos a los crematorios, limpiar los suelos, esparcir las cenizas en el río… Un trabajo perversamente organizando a modo de organización de fábrica, en un encadenado de funciones que van desempeñando aunque, por el camino, por un error, cualquiera de ellos puede acabar dentro de una de las cámaras.

 

 

Nemes sitúa, desde el comienzo, la cámara al lado de Saúl, siendo su rostro –impresionante Géza Röhrig- el que transmita no solo su interior –el de un hombre desposeído de todo pero que, a su vez, lleva a cabo un último acto de humanidad- así como aquello que le rodea. Lo cual vemos y no vemos a su vez. Nemes realiza un extraordinario trabajo con el sonido –que acaba siendo fundamental para muchos detalles de la película- que crea un conjunto asfixiante, porque aquello que apenas vemos en el fondo del encuadre, o intuimos, viene ampliado por el sonido. Saúl, casi ajeno a lo que está pasando a su alrededor, obsesionado por conseguir un rabino y enterrar al niño, parece totalmente fuera de lugar, como si lo que estuviera sucediendo no fuera con él o, en realidad, ya se hubiera instalado en su rutina hasta conseguir asimilarlo en una perversa normalidad. Por el contrario, existen a su alrededor grupos que sí “están”: algunos trapichean, dan o reciben sobornos; otros intenta encontrar la manera de escapar (un acto de supervivencia); otros de fotografiar el exterminio (un acto político). Y entre ellos, Saúl se integra, intenta ayudar, pero siempre focalizando en su objetivo, conseguir enterrar al niño. Un acto moral, humano.

 

 

De esta manera, el director nos plantea una visión poliédrica de los campos de una manera asombrosa, con una sutilidad apabullante, abriendo la narración a diferentes cuestiones, que convergen y que se complementan para realizar una visión de la monstruosidad, del infierno, pero también de la humanidad, de un escollo de ella, en el interior de un contexto aterrador.