Más allá del aparente carácter de thriller que emana en su comienzo, Perdida acaba transformándose en una tan inquietante radiografía de la sociedad actual americana como en un sórdido y hasta maquiavélico juego de apariencias donde se pone de manifiesto que la única certeza es que casi todo es una gran mentira, aunque esta esté disfrazada de buenos propósitos.

Si hay un talento que posee todo ser humano y sin distinción alguna, ese es su más que probada capacidad para el manejo del arte del engaño. Algo que, quizá casi de manera inconsciente, se practica en la cotidianeidad del día a día. Un fingimiento que se ha acrecentado a raíz del surgimiento de las redes sociales. Porque en el fondo cualquiera acaba convirtiéndose en su vida real en un ser virtual, en el sentido de que se crea una falsa imagen sobre si mismo, incluso ante sus propios allegados. Aquella que le gustaría ser pero que en realidad no es, pues en el fondo, y también en la superficie, cada individuo tiene sus fisuras. Fisuras que se ocultan, porque el ser humano necesita del ser humano, aunque sea por esa necesidad de reafirmarse a sí mismo, aunque para ello tenga que aparentar lo que en realidad no es.

Cierto es que todo humano desea agradar, como también trata de que las cosas naveguen a su favor, aunque tenga que recurrir al disimulo para establecer relaciones con otros seres humanos, porque no hay nadie, y ese es uno de los dramas del hombre, que no sienta temor a la soledad. Lo que le lleva a veces a convertir su propia existencia en una compleja farsa con tal de lograr su objetivo. Una farsa que conduce al autoengaño, a tratar de mostrar lo que en realidad no se es, sea ante los suyos o en las mismas redes sociales donde se cuelgan imágenes de cuando se tenían veinte años de edad, como si ello fuese un pasaporte para conseguir aumentar la lista de amigos, aunque estos sean virtuales y a muchos de ellos jamás se les llegue a conocer en persona.

Sin embargo Perdida no va de redes sociales, pero si de engaños, de artimañas, de tretas, de ardides, de fingimientos. Todo quizá por mantener un estatus, una bonita casa con jardín, un automóvil de lujo o una ropa de marca, aunque bajo esa bucólica fachada haya un escritor fracasado que vive de las ganancias de un bar. Pero aún así esa imagen contribuye a mantener las apariencias, a enaltecer, si se puede decir así, una posición privilegiada que en realidad es tan espuria como falsa. Porque ese aparente e idílico disfraz sirve tan solo para ocultar las miserias y las debilidades.

Pero Fincher aún va mucho más lejos. La bonita y envidiable pareja que, en apariencia, forman Nick (Ben Affleck) y Amy Dunne (Rosamund Pike), es realmente pura mentira, aunque ellos mismos se empeñen en que parezca lo contrario. Porque Amy es una exitosa escritora gracias a una serie de libros protagonizados por una niña que se llama como ella. Un personaje salido de su imaginación a quien ha ido dotando con todos esos aspectos que ansiaba tener en su vida real. Como el mismísimo Nick quien, a pesar de su porte y de su atractivo físico, no es más que un individuo que demuestra una gran incompetencia emocional. Hasta que todo ese cóctel se les va de las manos en el momento más inesperado, en un día cualquiera, cuando Amy desaparece sin dejar rastro alguno.

Fincher estructura el film en tres actos bien difereciados, a modo de obra teatral. Y la trama, dicho sea de paso, posee mucho de teatro, de ese gran teatro del mundo que decía Calderón de la Barca y que cada uno se fabrica a su imagen y semejanza. En el primer acto se narra la historia en tiempo presente, cuando Nick descubre que su mujer ha desaparecido, con la posterior intervención tanto de las fuerzas policiales cuya investigación dirige la detective Rhonda Boney (Kim Dickens) como la de los propios padres de Amy (Lisa Barnes y David Clennon) quienes enseguida ponen todos los medios a su alcance para tratar de encontrar a su hija, desde la creación de una página web hasta las diversas ruedas de prensa y actos públicos en los que reclaman pistas para poder hallarla. Un tiempo en presente que se alterna con flashbacks que muestran planos con la mano de Amy redactando un diario y cuya voz en off va desmenuzando los pormenores de su relación sentimental con Nick.

Hasta que, casi sin que apenas el espectador lo advierta, se produce un primer giro inesperado que abre paso a un segundo acto, en el que la propia Amy pasa a un primer plano de la historia narrándose las circunstancias de su desaparición y que aquí, para quienes aún no hayan tenido ocasión de ver la película, tampoco vamos a desvelar. Porque después, toda esa espiral de acontecimientos llevará al desencadenante final en el tercer y último acto, donde al espectador se le crearán dudas todavía mayores, como hasta que punto lo que ha contemplado es real o, simplemente, producto de la imaginación, e incluso cuanto hay de manipulación por parte de los propios personajes. Porque todos ellos, a su manera y en su beneficio, no dudan en tergiversar la verdad.

Una ambigüedad a la que contribuyen elementos externos como los propios medios de comunicación que, en su supuesta vocación por contar la verdad, contribuirán a manipular el juicio de la opinión publica, que variará según vayan saliendo a la luz nuevos datos.

Porque al final, aunque Fincher se apoye en la tan hipnótica como desasosegadora banda sonora compuesta por Trent Reznor y Atticus Ross para acentuar si cabe aún más esa ambigüedad que desprende la trama, al mismo tiempo que elude todo artificio en beneficio de una puesta en escena lo más cercana a la realidad cotidiana, es el espectador quien al final posee la última palabra para extraer sus propias conclusiones, las de un rompecabezas sobre una situación mucho más cotidiana de lo que se pueda pensar. Porque ésta incluso puede estar dándose en la puerta de al lado.