En las imágenes de Jimmy’s Hall (2014) subyace la sensación de que la acostumbrada beligerancia del septuagenario Ken Loach parece haberse suavizado, quizá en parte por la templanza que da la edad. Porque el cineasta inglés ha concebido un film amable, festivo y entretenido aunque siga flotando en él su espíritu de denuncia.

Al parecer, James Gralton (1886-1945) fue el único ciudadano irlandés que fue deportado por causas políticas y sin juicio previo de su país tras ser arrestado el 9 de febrero de 1933. Pero su peripecia vital había comenzado mucho antes, cuando en 1909 emigra a los Estados Unidos, donde desempeña diversos trabajos pero donde también nace su compromiso político, regresando en 1921 para participar en la Guerra de la Independencia de Irlanda. Tras lo cual vuelve a irse a los Estados Unidos para una vez más retornar en 1931 a su país natal. Es en este momento cuando se inicia Jimmy’s Hall, con la llegada de Gralton, a quien interpreta Barry Ward, a su localidad de origen, pasando delante de un cobertizo con un cartel que reza “Pearse-Connolly Hall”, el que en su día construyó como lugar de reunión, pero también como una suerte de centro cultural donde se impartían clases de dibujo, de literatura, de baile o de boxeo. Un lugar que, alentado por los vecinos, reabre de nuevo, lo que, unido a su pasado como activista, despertará los recelos del anciano clérigo de la población, el padre Sheridan (Jim Norton) y de los terratenientes de la zona encabezados por O’Keefee (Brian F. O’Byrne) cuya hija María (Aisling Franciosi) se convierte desde un primer momento en una asidua al local.

 

Pero el salón de Jimmy también se usa  para actividades de ocio, donde se baila a son de jazz, la música que ha traído Gralton de América. Porque una de las cuestiones que se ponen de relieve en el film es precisamente la cultura como manifestación colectiva, como eje de unión y reunión entre los individuos a la vez que sirve, en cierta manera, de válvula de escape de su grisácea realidad. De hecho es proverbial la secuencia en la que el protagonista desembala un gramófono que provoca la curiosidad de los allí presentes, quienes dejan sus labores de limpieza del local para acercarse, expectantes, hasta Gralton, quien pone un disco de Louis Armstrong y sus Savoy Ballroom Five. Cuando comienzan a sonar los primeros compases, le piden que les muestre unos pasos para bailar ese ritmo, cosa que Gralton hace contagiando poco a poco a todos los demás. Música que levanta las suspicacias de las autoridades locales que la ven como una amenaza a sus arraigadas tradiciones. Pero el jazz, por ese carácter trasgresor y novedoso que conlleva, seguirá siendo todavía un género mal visto en las siguientes décadas y no solo por parte de la encorsetada sociedad británica. Un aspecto del que eran conscientes los cineastas del Free Cinema, que lo utilizarán en sus bandas sonoras, como en dos títulos emblemáticos dirigidos por Tony Richardson como son Mirando hacia atrás con ira (Look back in anger, 1959) cuya partitura es del trombonista Chris Barber y en la que incluso el protagonista encarnado por Richard Burton toca la trompeta o La soledad del corredor de fondo (The loneliness of the distance runner, 1962) en cuyo metraje suenan distintos temas interpretados por el trompetista Pat Halcox y su grupo.

 

Algo que Loach, en cierta manera heredero del espíritu de aquel movimiento, y su guionista habitual, Paul Laverty, focalizan en la figura del padre Sheridan, quien en su sermón dominical tacha la música de jazz calificándola de “ritmos del África negra que inflaman las pasiones”. Porque además, y es algo todavía subyacente en la sociedad actual, sigue habiendo ese soterrado temor hacia lo desconocido, a que la tradición autóctona se vea interferida, cuando no relegada, por otras manifestaciones procedentes del exterior cuando en realidad es algo lógico y enriquecedor. Porque en el caso del jazz, no solo posee influencias del blues, sino que este ha sido fuente de inspiración para compositores del campo sinfónico como George Gerhswin, Igor Straviski o Dmitri Shostakovich, al mismo tiempo que las estructuras de la música clásica han generado influjos en el propio jazz como se puede percibir en la obra de Duke Ellington o Bill Evans, el pianista, que se confesaba devoto de Claude Debussy. Y todavía más hoy en día, donde se están produciendo las más diversas mezclas y mestizajes dentro de un género que se califica con el genérico de world music o música del mundo en su acepción en español.

Y este es tan solo un elemento más con el que Loach establece un paralelismo con los tiempos actuales. Algo que ya acentúa en los títulos de crédito de la película, con imágenes documentales en blanco y negro que van del desenfreno de los locos años veinte o la construcción de rascacielos con los obreros sobre las vigas a muchos metros de altura hasta el estallido del Crack del 29, en clara alusión a la bonanza y posterior crisis económica de 2008; como también pone de manifiesto otras cuestiones caso de los desahucios, la especulación, la diferencia de clases, los recelos de los hacendados frente a los movimientos populares o la propia educación. En el salón de Jimmy se enseña, de manera libre, dibujo artístico, se hacen lecturas literarias o se dan clases de baile. Lo que cobra especial relevancia en un momento en el que se van relegando cada vez más a las asignaturas de humanidades de los planes de estudios.

Pero a pesar de las buenas intenciones de Loach, el discurso de Jimmy’s Hall acaba siendo postergado a un segundo plano, en parte porque el cineasta parece más interesado en mostrar la propia peripecia de un casi siempre jovial Gralton, en su amor imposible por Oonagh (Simona Kirby) como en su propio activismo reflejando, a su vez, los aspectos más lúdicos e incluso festivos, aunque los intercale en un determinado momento con el beligerante pero ya trillado sermón del padre Sheridan desde el púlpito. Y aun así y pese a todo, tampoco está de más incidir de vez en cuando en estas cuestiones, sobre todo cuando se trata de cultura.