La filmografía de James Gray hasta la fecha es posiblemente una de las más estimulantes e interesantes que ha dado el cine norteamericano en las últimas dos décadas, a pesar de contar con tan solo seis títulos –o precisamente por ello- y de las dificultades del cineasta por poner en marcha sus proyectos. En sus tres primeras producciones, Cuestión de sangre (1994), La otra cara del crimen (2000) y La noche es nuestra (2007), se introdujo en los contornos del thriller y el policiaco, mientras que en Two Lovers (2008) y El sueño de Ellis (2013), de dos maneras bien diferentes, lo hacía en lo del melodrama, en el segundo caso, además, y a diferencia de todas las anteriores, alejándose de la actualidad y ubicando su película en los años veinte del siglo XX. Ahora, con Z. La ciudad perdida, sigue mirando al pasado, en este caso, con una película en apariencia de aventuras que, sin embargo, es mucho más. Gray, en su constante diálogo con las formas cinematográficas pretéritas, mediante ese neoclasicismo al que suele adscribir al cineasta, sigue indagando en temas afines a todas sus películas pero, a su vez, introduciendo un trabajo visual que no es ruptura con lo anterior, pero si apertura y exploración hacia nuevos derroteros en su carrera.

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A partir de la famosa novela de David Grann, no es Z. La ciudad perdida una película que pretenda ser una reescritura del cine de aventuras de raigambre colonial. A pesar de los bloques que se desarrollan en la selva, resulta tan importante la aventura como el regreso a casa, pasajes que van dando habida cuenta del paso del tiempo y de cómo afecta a Percy Fawcett (Charlie Hunnam) su obsesión por encontrar la que él mismo ha denominado ciudad de Z. Es muy común hablar del cine de Gray en tanto a lo que posee de interés por las relaciones familiares, de ahí que Z. La ciudad perdida no pueda por menos que ser vista como una pieza más de un trabajo que el director ha ido elaborando alrededor de unos temas comunes que pasan de unas obras a otras bajo, eso sí, una mirada cinematográfica siempre cambiante que se mueve alrededor de unos parámetros estéticos que beben de un clasicismo cinematográfico que en manos de Gray se vuelven contemporáneos. De hecho, toda la parte final de la película, en su apuesta por una ruptura tonal casi narcótica, se encuentra gran parte de la esencia de Z. La ciudad perdida como punto de arranque, quizá, de nuevos caminos expresivos en el cine de Gray.

No resulta extraño que, a parte de la magnífica partitura de Christopher Spelman, y la inclusión de música culta en algunas secuencias de salón, suene en varias ocasiones ‘Daphnis et Chloé Suite No. 2: Lever du jour’, de Joseph-Maurice Ravel cuando la acción se sitúa en la selva. Música impresionista francesa que no solo acompaña a las imágenes, y amplia de alguna manera su significado, sino que ante todo supone en cierto sentido una elección lógica dado el tono impresionista de una película muy física pero que a su vez persigue un cierto tono etéreo, inasible, que la música de Ravel potencia enormemente sobre los paisajes de una selva cuya presencia para Fawcett es tanto un mundo tangible que conquistar como una quimera casi onírica que abrazar. De ahí que al final la película se introduzca, en su magnífico último bloque, por esa narración fragmentada, casi narcótica, que es rematada por una imagen final tan potente, o más, que como aquella que cerraba El sueño de Ellis.

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Porque Z. La ciudad perdida es la narración de un hombre obsesionado por encontrar un lugar que quizá no exista más que en su mente, aunque posiblemente lo haga también en un plano de lo real. Poco importa. Gray entiende que en el terreno de la aventura es relevante tanto la idea como al vuelta, así como los logros y las consecuencias del viaje. Que al final Fawcett acabe regresando con su hijo ya mayor, a quien durante años ha descuidado, alejándose de sus ‘obligaciones’ paternales, tiene su consecución lógica, así como que acaben evaporándose como fantasmas para quienes están a su alrededor, principalmente para Nina (Sienna Miller), esposa de Fawcett y un personaje que aunque parezca moverse por la historia como complemento, es, posiblemente, el personaje vehicular de muchos elementos emocionales que dan sentido a la película.

Z. La ciudad perdida habla sobre las clases sociales, sobre la familia, sobre la civilización y la idea que tenemos de ella, contraponiendo el primitivismo de la selva a las luchas de salón por escalar socialmente… todo ello en un contexto cinematográfico elaborado por Gray con una enorme elegancia y que poco a poco va deconstruyendo el relato clásico de aventuras para entregar una película cuya solidez reside, precisamente, en la falta de ella. Una película que puede resultar desconcertante pero que posee momentos inolvidables, como su secuencia de arranque durante una cacería o su trabajo con los elementos selváticos, que presenta la crudeza del medio pero también un cariz fantasmagórico que revelan la irrealidad del sueño de Fawcett, pero también, aunque sea discutible, lo legítimo de su búsqueda. Todo impregnado, además, de una sonoridad y una textura de imagen que otorgan a la película de un tono melancólico que Gray parece identificar con la búsqueda desaforada de lo imposible, a pesar de entender que es el camino recorrido lo que da validez a lo emprendido aunque haya que darse de bruces con el fracaso constantemente. Quizá, una metáfora de la propia condición de Gray a la hora de poner en marcha sus proyectos.