Hasta el 3 de mayo, se puede ver El hombre que mira, que destaca la obsesión del dibujante y escultor suizo por la perspectiva de cada mirada.


Empecemos por el final: después de una turbulenta relación con el Surrealismo, primero de amor y luego de odio, y después de consagrar su vida y obra al estudio del cuerpo humano, aplicándose en especial en la mirada, Giacometti ha pasado a la historia como un artista realista. Pero, ojo, no como un realista figurativo, reproductor fiel del contenido del mundo. El suyo es un realismo basado en la percepción subjetiva, en la perspectiva particular, que sintetiza una visión personal de las cosas. Es, además, un realismo impregnado de Existencialismo.


La Fundación Canal de Madrid nos presenta estos días una deliciosa exposición, atípica y muy didáctica, sobre Giacometti, que tan de moda está, desde que en 2013 la Fundación Mapfre programó una retrospectiva de su trabajo que resultó un imán de público. Bajo el título El hombre que mira, una acertado juego de palabras para distinguir a un artista obsesionado con lo que vemos y con cómo lo vemos, la muestra recopila un centenar de obras procedentes de la Fundación Giacometti de París, aderezadas con fotos del pintor y escultor suizo, así como con algunas citas suyas escritas por las paredes. Se trata de esculturas y, sobre todo, de dibujos y obra gráfica del autor. Todo ello, de pequeño formato y fechado entre la segunda mitad de los años 40 y la década de los 60, e inteligentemente organizado en seis epígrafes: «Cabeza», «Mirada», «Figuras de medio cuerpo», «Mujer», «Pareja» y «Figuras en la lejanía».


Ese periodo al que pertenecen las obras en exhibición fue el momento en el que Giacometti se hizo mundialmente famoso. Una época que culminó con una lluvia de galardones, como el Gran Premio Carnegie en Pittsburgh, el Gran Premio de la Bienal de Venecia, el Gran Premio Guggenheim o el Gran Premio nacional de las Artes de Francia, que recibió dos años antes de morir en 1966. Afincado en París, en esta etapa ya hacía tiempo que había roto con el Surrealismo, hasta tal extremo que se había apuntado a otra corriente filosófica entonces pujante en Francia: la Fenomenología, que estudiaba el contraste existente entre las dimensiones reales de las cosas y aquellas con las que las percibimos. Dicho de otra manera, analizaba las sensaciones que causa en nosotros ver a una persona, animal o cosa de un tamaño variable en relación con la distancia que tomemos respecto a él. Giacometti hizo gravitar su obra en torno a este enfoque. “No vemos realmente a la gente a su tamaño natural”, son palabras suyas, recordadas desde las paredes de la Fundación Canal, a medio camino entre las secciones “Figuras de medio cuerpo” y “Figuras en la lejanía”.


Uno de los efectos de este volantazo artístico fue, para Giacometti, volver a trabajar con modelos, como había hecho en sus inicios. El hombre que mira nos recuerda que, a diferencia de otros artistas que no escatimaron en musas, fueron muy pocas las personas que Giacometti escogió como inspiración a lo largo de su vida. Y eran todas de su confianza: su hermano Diego, su amante Rita o su mujer Annette Arm. Para los bustos, seleccionaba a personajes públicos, pero amigos suyos en todo caso. Eso sí, los amortizaba: era tan perfeccionista que pasaba días de muchas horas trabajando con ellos; observándolos, hablándoles y, con frecuencia, partiendo de cero cada jornada en el modelaje de su representación. Dicho con sus palabras, también recogidas en la exposición que tenemos entre manos: “Conservé el mismo modelo de 1935 a 1940. Todos los días, volviendo a empezar todos los días la cabeza”.


Otra de las constantes de esta etapa post surrealista de Giacometti fue trabajar compulsivamente como dibujante, de ahí la gran cantidad de ilustraciones de su cuño que se recogen en El hombre que mira. El dibujo se convirtió en el corazón de su obra en este periodo. “Soy de la opinión de que, se trate de escultura o de pintura, en realidad lo único que cuenta es el dibujo”, aseguraba el artista. Los trazos abocetados de sus imágenes se revuelven en su forma final. Vibran, tienen vida. Nuestro artista se defendía, y de qué manera, tanto a lápiz como con pluma, tinta china o bolígrafo. Asimismo, se conformaba con cualquier soporte, y como ha ocurrido con tantos otros artistas –pensemos en Modigliani-, dejó un reguero de servilletas intervenidas por los locales de París.


De los bustos y esculturas de Giacometti, caracterizados por esa inconfundible complexión escueta y depurada de detalles, hay menos representación en El hombre que mira. Inmóviles las que representan mujeres y caminando a zancadas las dedicadas a hombres, son esculturas de tamaño mayor que las que el artista produjo en su etapa precedente, en la que hizo piezas que, prácticamente, cabían en una caja de cerillas. Las agrandaba sobrepasando su tamaño real equivalente, a costa de adelgazarlas muchísimo, inspirado como estaba por las conclusiones fenomenológicas. Así, Giacometti capturaba en sus obras la esencia del ser humano, sobre todo su soledad y desamparo, algo que lo acercó, y mucho, al Existencialismo. No en vano, fue íntimo de Sartre, que dijo de él: “Esculpe unos hombres que se cruzan por una plaza sin verse. Están solos sin remedio y, no obstante, están juntos. Giacometti, cuando ha escrito sobre uno de sus grupos, ha definido su universo mejor de lo que yo haya podido hacerlo en mis textos”.


Hoy, la obra de Giacometti nos mira desde la Fundación Canal. Espera nuestra mirada, nuestra subjetividad, tan personal como la aproximación del artista a la realidad a través de sus esculturas y dibujos. Esta intimista muestra es una estupenda ocasión de acercarse a uno de los artistas más personales del siglo XX.


El hombre que mira. Fundación Canal. Mateo Inurria, 2. Madrid. Horario: laborables y festivos, de 11.00 a 20.00 horas. Miércoles, de 11.00 a 15.00 horas. Hasta el 3 de mayo. www.fundacioncanal.com