En días pasados leí una crónica periodística que daba noticia de la floración de almendros en Berlín en diciembre. Me dije que era casi la confirmación del cambio climático, y también me preocupé, no sé a santo de qué, por la salud de los almendros porque, como en un suspiro musité: “pobres almendros”. Y como una cosa lleva a la otra, pues nuestra mente es la maestra loca de los sueños, se depositó en mi memoria la imagen de Tía Margarita comiendo unas almendras sentada en su sofá tan antiguo, y disfrutando de su extraordinaria quietud geológica.

Esta mujer -dueña de su cabeza siempre y compañera fiel de su destino hasta el último suspiro de sus 101 años- vivió firme y sin achaque alguno hasta bien entrada en los noventa. Al morir su madre, cuando ella aún no había alcanzado los cincuenta, ya no hubo “la gran cocina” en casa. Entonces instintivamente -o puede que imitando el habito de alguien que desconozco- empezó a alimentarse de poquitos. Poquito pan candeal, o lechuguino que llaman en Valladolid, poquito queso del de siempre, manchego o de Zamora porque el fresco no se conocía, poquito jamón serrano que pronto cambió por poquito jamón de york; un puñadin de almendras, tres o cuatro avellanas, dos nueces, un jícara  de chocolate….

Nunca llegó a comer una tortilla francesa completa y rara vez probó de mayor el caldo gallego “porque no habría otro tan especial como el que preparaba mi madre”. Olvidó comer el solomillo de ternera en taquitos y casi no probaba las legumbres. Pero siempre tenía un hueco en el estómago para una galleta ¡sólo una! y algún dulce: le gustaban unos borrachitos muy sencillos y de vez en cuando un bombón de Uña.

Ella quería prender ese hábito de los poquitos  a todo el que tuvo cerca, especialmente a sus sobrinos, y hasta algunas alumnas. Porque Margarita fue toda la vida profesora particular de piano. Sesenta y ocho años dando clases en la tercera planta del viejo caserón de la Plaza de Cánovas del Castillo: de cuatro a ocho de la tarde, de lunes a jueves. Según fuera la clase de aprovechada por la alumna, a su término le ofrecía  por este orden, un vaso de agua, dos avellanas, una nuez, tres almendras o un trocito de chocolate.

El viejo piano, un Bechstein que afinaba de vez en cuando el maestro que apodaban Zarambombón, se sabía de memoria toda la obra para piano de Schumann, aunque ella empujaba a las mejores alumnas a que se atrevieran con Liz y Granados; y cuando la edad del piano triplicaba la de la muy mayor Margarita este descubrió con asombro las obras de Sostakovich.

Las alumnas más sensibles y adelantadas llegaban a deleitarla con piezas del romántico sajón como la Gran sonata número 1 o Escenas de Arabeske en do mayor. Incluso hubo algunas tardes que lloró a espaldas de las pupilas cuando las interpretaciones cálidas aguijoneaban en sus recuerdos y grandes nostalgias. Porque Margarita tenía un mundo interior volcánico aunque nada de él se adivinó nunca en sus hermosísimos ojos azules de gallega transmutada de celtas.

Siempre llevaba los abrigos de verano sobre los hombros desde que un día el General la vio de esta pose y le dijo que estaba guapísima. Nunca vistió de oscuro, como mucho llego al azul, y disfrutaba de sus vestidos de seda camiseros como una colegiala.

Cuando le tocó morir porque “ya me quedé sin fuelle”, su última tarde en la habitación del hospital, chistó con la mirada de apagado mar ya, a una de sus sobrinas “Tienes una almendra. “Ya sabes que siempre llevo un puñadito en el bolso””; pues “mastícame una un poquito y pónmela en la boca”. Se comió la almendra y luego tomó un sorbito de agua. Murió aquella madrugada cogida de las manos de su sobrino de siempre. Andrés contó después que aquella noche estuvo muy inquieta y ocasiones deliraba. Varias veces gritó. “¡¿Por qué en Galicia solo hay castañas?!”.

José Nevado