Acabo de comer un membrillo. Lentamente. Es una rareza encontrarlo. Casi ha desaparecido de las fruterías de Madrid su característico color amarillo. Parece claro que pocos se acuerdan ya de esta fruta histórica. Pero en la tienda de los bangladesís que frecuento se exponían ayer seis u ocho ejemplares de un amarillo intenso apagado por el recuerdo de un vello amarronado sobre su piel. Su genuino sabor “dulce chispeante”, que decía Pío, me trae recuerdos de los niños libres por los huertos que fuimos.

El membrillo era (¿lo continúa siendo?) la fruta que abría la puerta al invierno. Era compañero de sol oblicuo, casi tendío, de estas alturas de noviembre, y era (¿es?) el color del pámpano abandonado tras la vendimia y una finísima lámina de miel fría. El membrillo, con las últimas peras y las manzanas militares, daban (¿dan?) paso a las mandarinas, esas naranjitas de cuento que los abuelos daban (¿dan?) contadas a sus rendidos nietecillos. ¡Al fin una fruta para los enanos de la casa, para nosotros!

Luego todo tornaba (¿torna?) gris, neblinoso y frío. Solo los cítricos nos levantaban el alma (y el orujo a los mayores). Esos zumos de naranja con medio limón y medio pomelo. Había que pasar por algunas nevadas y varias semanas de sabañones para llegar a los imposibles fresones. Pero se aguantaba (¿se aguanta?) con las sopas y los guisos más contundentes. Aunque la más extendida de todas era la de ajo (que nunca te sustituyan el jamoncete por trozos de chorizo. ¡Aaaagggg!) La mía era (es) la porrusalda (puerro, zanahoria, patata, bacalao, un buen chorro de aceite…) Todavía se hacen porrusaldas excepcionales como las que sirven en el restaurante Ainhoa (Bárbara de Braganza 16, Madrid).

(Ahora se ha puesto de moda la crema de calabaza. Me gusta menos y parece un plato invasivo como las benditas alcachofas. Otro día hablaremos de los alimentos de moda que terminan por cargarse los productos más nobles y humildes al convertirlos en poco tiempo en un pienso barato que hace ricos a unos cuantos).

El gustoso bocado de membrillo nos abre la miraba también a las últimas cebolletas, la coliflor y la col; la lombarda y el brócoli invasivo que vamos a tener todos los días, sí o sí, en la mesa, aunque no lo pidamos. Y todos nos acompañarán hasta que las habas giren la llave de la primavera y las disfrutemos durante semanas junto a los guisantes y los ajos tiernos; los cardos, las endivias y los espárragos. Entramos, pues, en esa época del año del verde más duro, que también es amarronado húmedo, de la helada terriza, las monterías y las matanzas; los carrizos, las panderetas y las zambombas un poco más tarde.

Pero me he dejado atrás el membrillo encontrado por sorpresa. Y también me he enredado en ese imaginario hilo de Ariadna que me di para no perderme entre los mil surcos de tantas huertas y arboledas del invierno. Porque el membrillo -como bien mostró Víctor Erice en esa película, que es una obra maestra, llamada El Sol del Membrillo– es el más fiel medidor del tiempo auténtico, ese que traspasa nuestros cuerpos y los tatúa de esas formas que luego llamamos tiempo vivido, y que en ocasiones -solo en contadas ocasiones– logra captar el pintor para la eternidad: Goya, Monet, Hopper, Antonio López…

Ahora lo recuerdo en el patio de la casa de mi infancia, que era la de mis padres. No era exactamente un membrillo, era un gambó, o gamboa, injerto del membrillo que da un fruto algo más blanco y suave que el mismo, y también un árbol de color ceniciento y enmarañado. Bajo su sombra de verano sucedieron mis primeras lecturas y las meriendas de toda la familia. Más tarde, cuando la lluvia necesaria caía con su octubre, recogíamos las gamboas; se pelaban, troceaban y cocían. De ellas salía la carne de membrillo y los trozos de esencia más jugosos que daban carácter a la meloja del invierno.

Sí, el membrillo desaparece de la misma manera y con idéntico paso veloz que el hombre se descuelga de la naturaleza. Unos amigos, que han pasado tres meses por las repúblicas árabes que bordean el Mar Caspio, y hasta han llegado al norte de Siria apartando las bombas, me dicen que el membrillo es allí todavía una fruta querida y abundante, y el oro antiguo de su piel reluce por los campos. Van a tener razón los poetas simbolistas cuando proclamaban que las fuentes del paraíso son inagotables. Por aquellos parajes se cree que anduvieron Adán y Eva, y muy cerca abrió Noé la escotilla de su arca tras la tormenta más grande jamás habida.