La herejía o la blasfemia no son más que otras palabras que designan la libertad de pensamiento, decía el inglés Graham Greene en su novela El fin de la aventura. Y es que la blasfemia es, en esencia, la herramienta perfecta que tienen las religiones para evitar ser cuestionadas, criticadas o condenadas por sus injusticias o sus desmanes. Criminalizar la opinión ajena que contravenga las propias creencias es la manera más implacable de hacerlas valer, por muy justas o injustas, erradas o ciertas que sean.

Son palabras cargadas de contenidos muy densos, palabras que a mí siempre me han dado miedo. Cuando oía o leía siendo una niña los calificativos “blasfemo” o “hereje” venían a mi mente personas horribles capaces de cosas horribles. Nunca hubiera imaginado entonces que el mundo me era narrado al revés. Aunque el significado etimológico original de la palabra blasfemo alude al daño contra la dignidad de algo o de alguien, su significado real está acotado al ámbito religioso, porque en ningún otro ámbito, que no sea dictatorial, se condena la libertad de pensamiento o de expresión, y se rechaza por sistema cualquier cuestionamiento o crítica.

En el fondo el concepto de blasfemia es un puntal más que sostiene el engranaje del pensamiento único y totalitario en la medida en que coarta cualquier idea distinta o contraria a la del supuesto “blasfemado”. De hecho, cualquier idea, concepto, creencia o actitud que sea diferente a la dogmática religiosa es una blasfemia. De ahí que dijera Georges Bernard Shaw que todas las grandes verdades han comenzado por ser blasfemias. Y, de hecho, todo avance científico fue, antes que progreso, herejía; son incontables los científicos que, a lo largo de la historia, han sido acusados de herejes o blasfemos.

La blasfemia es, en esencia, la herramienta perfecta que tienen las religiones para evitar ser cuestionadas, criticadas o condenadas

En España las religiones tienen patente de corso con el artículo 525 del Código Penal que condena las supuestas “ofensas” al sentimiento religioso. Y me pregunto qué artículo condena las ofensas a cualquier otro sentimiento. Porque sentimientos hay muchos, aunque no tengan poder, ni leyes a su favor, ni sean financiados ultragenerosamente con el dinero público. Y, que yo sepa, ofensas hay muchas y contra muchos. Y mucho más que ofensas. Que se lo digan a los homosexuales, a las mujeres, a los librepensadores o a los ateos, por ejemplo. O que se lo digan a millones de niños de todos los tiempos cuando se les habla de culpas, miedos, pecados y fuegos eternos. Eso sí debería estar penado por daño psicológico en la infancia. Aunque, como decía Saramago, los ateos somos las personas más tolerantes del mundo. Por lo general los ateos se limitan a ejercer su libertad de pensamiento, pero no matan, ni criminalizan, ni asustan, ni condenan a nadie que piense distinto a ningún infierno.

Aunque eso que llaman “herir los sentimientos religiosos” debe de ser algo tremendamente doloroso para quienes tienen ese tipo de sentimientos. Tanto como para haber justificado siete siglos de implacable Inquisición, y tanto como para que una asociación de cristianos interponga, en pleno siglo XXI, una denuncia contra Willy Toledo por un post en una red social; y tanto como para que un juez haya ordenado la detención del actor porque no ha acudido a declarar sobre algo que es inadmisible que sea delito. Tanta hipersensibilidad de algunos creyentes me conmueve, la verdad, aunque es paradójico el hecho de que los que tanto sufren cuando sus ideas son cuestionadas o criticadas son implacables a la hora de cuestionar y criticar las ideas de los demás; por más que las religiones no destacan precisamente por sostenerse en idearios tolerantes, sino todo lo contrario.

Por otro lado, resulta también curioso el hecho de que esos que son férreos a la hora de pedir respeto a lo propio sean tan reacios a otorgar respeto a lo ajeno. Como también resulta curioso que los que se muestran tan severos e inflexibles con las críticas o sarcasmos de los otros puedan ser tan permisivos y sorprendentemente tolerantes con cuestiones propias tan tremendas como la pederastia, por ejemplo, que se oculta, se justifica y se exculpa.

Se trata, en el fondo, de libertad de expresión, que va unida a la libertad de conciencia. Porque es imposible ser libre en el pensar si no se puede expresar eso que se piensa. Son derechos humanos fundamentales que están protegidos en todo Estado que sea democrático. En la España actual algo va muy mal cuando el sistema judicial ordena detener a alguien por hacer un comentario irónico y sarcástico sobre un dios en el que no cree (aunque eso moleste a los creyentes) y, a la vez, pueda exculpar a una manada de criminales violadores por violar a una mujer.