Pocas, muy pocas veces en toda mi vida he llegado a sentirme tan humillado, avergonzado e indignado como lo hice, pronto hará ya un año, en lo que fue convocado como una cívica manifestación de duelo y solidaridad con las víctimas de los atentados terroristas del 17 de agosto del año pasado en la Rambla de Barcelona y en el paseo marítimo de Cambrils, y que pasó a ser una nueva manifestación independentista a causa de la grosera instrumentalización  que las organizaciones secesionistas hicieron de aquel acto. Si es repugnante siempre y en todo lugar la utilización de las víctimas del terrorismo para otras causas, sean cuales puedan ser éstas, todavía lo es mucho más cuando esto se produce pocas horas después de unos atentados y a pocos metros del lugar de uno de ellos.

La humillación, la vergüenza y la indignación que me produjeron aquellos hechos me llevan ahora a exigir que nada ni nadie intente reproducirlos ahora, en el primer aniversario de aquellos dos bárbaros atentados del terrorismo yihadista en tierras catalanas, con el trágico balance de quince muertos y centenares de heridos, por no hablar ya de las víctimas indirectas. Poco o nada importa que pudieran ser o no legítimas y justas algunas o todas las reivindicaciones que el independentismo quisiera hacer. En una manifestación como aquella, lo único realmente importante, aquello que debería haber unido a todos los asistentes, era la expresión de solidaridad y condolencia con todas las víctimas y también de condena inequívoca al terrorismo. Por desgracia no fue así. Y mucho me temo que no volverá a serlo ahora, un año después del 17-A.

Si hace un año las principales organizaciones secesionistas instrumentalizaron aquella manifestación a través de sonoras y muy bien preparadas muestras de rechazo tanto al jefe del Estado como al presidente del Gobierno español, es de temer que todo ello vuelva a producirse ahora, aunque en esta ocasión las protestas se centren en la persona de Felipe VI. Ni que decir tiene que cada cual es muy libre de protestar contra quien sea y contra lo que sea, pero no solo no es de recibo, sino que es simplemente inadmisible hacerlo en un acto que debería ser unitario y solidario, sin otras exclusiones que las que afectan a los los terroristas.

Cataluña todavía no ha hecho el verdadero duelo del 17-A. La ciudadanía catalana sigue sin asimilar lo que ocurrió aquel trágico día en Barcelona y en Cambrils, ni ha llegado a comprender la gravedad de lo que con anterioridad sucedió en Ripoll, en Alcanar y en Riudecanyes, las poblaciones catalanas en las que un reducido grupo de adolescentes y jóvenes que parecían integrados en nuestra sociedad como inmigrantes de segunda generación se fanatizaron hasta el punto de acabar convirtiéndose en unos asesinos suicidas. Ellos y solo ellos, con el imán de Ripoll a la cabeza, fueron los responsables de aquellas matanzas. La sociedad catalana, con todas sus administraciones al frente, debería aprender de aquella lección. Ello exige, en primer lugar, la unidad cívica contra el terrorismo y, por consiguiente, no fomentar nuevas divisiones, nuevos conflictos internos entre todos aquellos que deseamos poder convivir en paz y con libertad.