Ni siquiera Trump se atrevió a ir tan lejos en sus desvaríos y humillaciones. El único que podría competir ventajosamente con el actual presidente de EE.UU. en modales de poligonero de Eton es ese señor que lleva ya varios años por Abu Dabi a lomos de un dromedario y que rogó a Hugo Chávez —¿cómo decirlo con la misma finura?— que interrumpiera, por favor, su uso de la palabra. Algo así creo recordar que le dijo. Con suavidad versallesca y norit.

Biden, más cortés aún que el amigo de rebecos y elefantes y más efectista que Trump, no duda en piropear a Putin con ímpetu, con ardor, con mucho sentimiento, como si fuera no el presidente de USA, sino el del club de fans de la Virgen del Rocío, y le tira el asterisco simpático y rojo de un clavel y le llama “criminal de guerra” y “dictador” y “carnicero” y otros melindres de enamorado de telenovela. En España, donde equivocamos la política con el pressing catch, nos gustan mucho estos primores de Tenorio. Tanto que, hasta donde yo sé, el sanedrín político y mediático no ha recomendado a Biden que sea un poco menos besucón, por el bien de todos.

En cambio, sí lo ha hecho en Le Figaro un antiguo embajador francés, que viene a decirnos en su artículo que está hasta los compañones del jueguecito de los yanquis de tirar la piedra y esconder la mano. Y observa, temeroso de que la situación actual pueda meternos en la guerra hasta el corvejón: “Putin no está loco. Las advertencias rusas no fueron escuchadas o fueron ignoradas. […] ¿Qué queremos? ¿Destruir a Rusia? Esto no es la Alemania nazi”.

Bueno, en vista de la campaña de manipulación de la OTAN mediática (pienso, por ejemplo, en esta imagen preparada, teatralizada y photoshopeada en la que se ve a una embarazada en una camilla tras un bombardeo ruso a un supuesto hospital de maternidad en Mariúpol y que The Guardian, entre otros, publicó sin verificar su autenticidad), o en vista de cómo se comportan los piadosos neonazis del batallón Azov con las mujeres y niños de Lugansk y Donetsk, no estoy yo tan seguro, querido embajador, de que esto no sea la Alemania de Hitler o esté camino de serlo. ¿Qué me dice, si no, de ese senador del partido republicano que propuso asesinar a Putin, no se sabe si de mentirijillas o solo un poco?

No hay nada más cansino que demostrar lo evidente, decía Saint-Exupéry. Tratar de comprender y de pensar sin muletas —hasta donde uno puede y le dejan— no es alinearse con Putin ni justificarlo. Así parece creerlo también John Mearsheimer, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Chicago, que, en esta tribuna de The Economist, y sin pretender con ello blanquear a Putin, responsabiliza a Occidente y a EE.UU. de la guerra de Ucrania.

Por el terruño ibérico, sin embargo, lo más similar que tenemos a The Economist es el Hola y lo más parecido a Noam Chomsky, Risto Mejide. De ahí que nuestros medios hegemónicos busquen menos informarnos que crisparnos, menos retratar a Putin que caricaturizarlo. Y un insulto por aquí y una contumelia por allá. Dale que te pego, para no ser menos que Biden. Como si eso fuera a apresurar la paz o a impedir la recesión que se nos avecina debida, principalmente, a las sanciones —esa especie de fatwa económica contra Putin—, cuya insensatez estamos sufriendo nosotros más que Rusia, pues está demostrado que tales boicots son poco o nada eficaces para acabar con un conflicto. Como los adolescentes y los acomplejados, aquí solo se trata de rivalizar por ver quién la tiene más larga, la soberbia quiero decir. Pagaremos con creces la neurosis de los gobernantes y demás borrelles. Y, entre tanto, a seguir dándole a la manivela, que cada día bailamos mejor el chotis de la rusofobia castiza y retrechera. Y a reírle las gracias sin gracia al Gran Jefe Yanqui, no sea que se enfade.

Carlo Calenda, líder del partido italiano Acción, resume en Twitter: “Me parece que incluso el más proatlantista (como yo) debe admitir que el modo en que Biden habla de Rusia es peligroso e irresponsable. Va de una metedura de pata a otra sin solución de continuidad desde antes del comienzo del conflicto de Ucrania”. ¿La última? Proferir en Varsovia, en un discurso urbi et orbi y muy God save America —o sea, vacuo, populista, bravucón, cargante, divagatorio y cascabelero—, que Putin “no puede seguir en el poder”.

Lo dijo, creo yo, porque el mahatma de Pensilvania, que en 1999 ordenó bombardear minuciosa y pacifistamente Belgrado, no está muy seguro de permanecer en la peana presidencial. En efecto, como sus niveles de popularidad en EE.UU. descienden con el mismo entusiasmo con el que en España sube la inflación, Biden debe obrar como los zorros. Pero de momento únicamente lo hace como los bisontes despavoridos. Sus amenazas de cowboy ambicionan, por un lado, atizar y alargar la guerra, que solo a él beneficia —le compraremos gas licuado al doble de precio—, y por otro, levantar una ruidosa polvareda detrás de la que esconder su miedo y encubrir de paso los negocios de su hijo, que ayudó a financiar en Ucrania laboratorios de armas biológicas controlados por el Pentágono a través de su fondo de inversión Rosemont Seneca.

Precisamente la empresa privada para la que Hunter Biden consiguió un pastón público, Metabiota, tiene vínculos muy estrechos con el Instituto de Virología de Wuhan, donde se jugaba al Quimicefa con los coronavirus de los murciélagos y se realizaban investigaciones de ganancia de función, ya saben, eso de tunear un virus para mejorar su capacidad de transmisión e infección y hacerlo más resistente. Rusia ya ha pedido explicaciones de qué experimentos se están llevando a cabo exactamente en esos laboratorios, tan alejados de la frontera norteamericana y tan cercanos, vaya por Dios, a la rusa. Los negocietes del hijo del presidente yanqui los ha destapado el periódico británico Daily Mail. Como para llevarse a los Biden a Barrio Sésamo a educar a los niños.