Ese hidalgo de jubón prieto y calzas negras que veis ahí acaba de espolvorearse un pellizco de migas de pan en las barbazas glotonas. Lo hace para fingir que ha almorzado como el señor que ya no es, y sale a la calle con modales de gentilhombre y un digestivo palillo entre los dientes. Ese hidalgo de novela picaresca sobrevive en este oficinista engalanado de Primark que ahora mismo, detrás de la pantalla del ordenador, se amorra al móvil e insulta en Twitter a los taxistas. Y lo hace con furia. Con virulencia. Con el mismo odio de ciertos prestigiosos medios de incomunicación que alardean de imparciales, pero cuyas páginas cobijan publicidad de las empresas que están detrás de las VTC.

El hidalgo ignora que castiga en los taxistas su propio apocamiento, porque, a pesar de que su salario le alcanza justo para vivir, no ha tenido valor ni de mejorarlo ni de negarse a las horas extras no remuneradas que, o lo coges o lo dejas, tú verás, le asesta amistosamente el jefe. Los taxistas de Madrid, en cambio, son los gilets jaunes en versión chulapa. Y aunque la mayoría tiene su licencia en propiedad, de algún modo este gremio representa los intereses de la clase obrera contra el capitalismo 2.0, esa monarquía feudal que, en nombre de Dios, perdón, del libre mercado, legitima la antropofagia 2.0. O sea, una antropofagia higiénica, invisible, silenciosa y amable.

Dicho de otro modo, si para las élites políticas y económicas está justificado que las grandes empresas sieguen impunemente empleos —y con ellos vidas— para aumentar los beneficios de las cúpulas, les resulta intolerable que esos vándalos armados con bocatas de mortadela y carteles parlanchines ocupen la Castellana defendiendo un servicio público y común: el taxi. Esas gentes solo son bárbaros que pretenden destruir Roma y la civitas neoliberal, secundan el hidalgo de Primark y otros cuñadorros. A aquellos Zola les habría dedicado ya un paginario como hizo en Germinal con los mineros, pero aquí solo tenemos plumillas camastrones y novelistas lumpencomerciales. Y así nos va.

Zola les habría dedicado ya una novela, pero aquí solo tenemos plumillas camastrones y novelistas lumpencomerciales

Ninguna huelga sale gratis. Esta menos aún. Pero incluso palmando a diario unos 250 euros por barba, los taxistas están resueltos a hacer prevalecer sus solicitudes frente a los bostezos de Ángel Garrido. Y frente a la trama de intereses particulares que están detrás de las VTC. Algo que el hidalgo de Primark desconoce.

En efecto, nuestro taxífobo ignora, por ejemplo, que Ildefonso Pastor, exdiputado del PP, es el responsable de las relaciones institucionales de Uber en España. O que Cabify fichó a Martín-Barbero, expresidente de Ineco, una empresa pública dependiente del Ministerio de Fomento. Pero seguro que son simples coincidencias y que en Madrid no ocurrirá lo que sucedió en Nueva York o en Londres, donde Uber se adueñó casi por completo del mercado y ahora impone sus precios a capricho. Algo impensable en el sector del taxi, cuyas tarifas son fijadas por las administraciones públicas y no por el humor hipocondriaco de la oferta y la demanda. O por la codicia de tres gerifaltes.

10.000 licencias VTC de las 13.000 totales están en manos de cuatro señoritos

Nada de esto inquieta al hidalgote de Primark, sin embargo. Él sigue menudeando sus fiebres detrás de la pantalla del ordenador. “¡Taxistas, monopolistas!”, acaba de tuitear poéticamente. Desconoce, porque su periódico de cabecera no se lo ha susurrado a tres columnas, que de los 67.000 taxis de España 60.000 pertenecen a trabajadores autónomos, mientras que 10.000 licencias VTC, de las 13.000 totales, están en manos de cuatro señoritos. Uno de ellos, Rosauro Varo, hijo de la socialista Juana Amalia Rodríguez, acumula más autorizaciones VTC en las alforjas que los Jackson Five pelos en las cabezas.  “Pero que no nos vengan con datos”, proclama el taxífobo en Twitter, repitiendo las mismas palabras que Casado en sus mítines.

Y vuelve a aplaudirle su club de fans. En vista del éxito, el hidalgo se envalentona y los acusa, ¡estáis arruinando Madrid!, de insolidarios. Otra granizada zalamera de retuits. En su secta digital, nadie recuerda ya que fueron los taxistas, los sucios, peseteros y ordinarios taxistas, los que trasladaban en sus coches a los heridos del 11M a los hospitales, puesto que no había suficientes ambulancias para tantísimas víctimas. Y los sucios y peseteros y ordinarios taxistas lo hicieron, además, sin cobrar un duro.

El hidalgo de Primark no se atreve a admitirlo públicamente, pero siente un gustirrinín salvaje viendo cómo un lacayo uniformado que aún cobra menos que él desciende de un coche negro, le abre la portezuela y se esfuerza en la ficción de convertir, durante el trayecto, a un mindundi de verdad en un Rockefeller de mentira. Y, para perfeccionar el espejismo, ¿está a gusto el señor?, le ofrece una bebida. Ahora bien, si al chófer se le ocurre emprender una conversación más allá de los monosílabos serviles, el hidalgo, simulando interés por una repentina mota de polvo en la manga de la chaqueta, lo ataja en seco: “En silencio, por favor”. Bien sabe que no va a descubrir una mirada sorprendida en el retrovisor, sino los ojos sumisos de un cincuentón recién salido de la cárcel del paro o los de un joven o los de un emigrante que obedece a ciegas el GPS porque no distingue el callejero madrillí del de Bucarest, al contrario que el taxista, que podría reconstruir las calles, callejones y callejas de Madrid con todos sus edificios, tiendas y parques con su número exacto de palomas si alguna vez la ciudad desapareciese.

Un lacayo uniformado se esfuerza en convertir a un mindundi de verdad en un Rockefeller de mentira

Sorbiendo una botellita de agua como si fuera un Moët et Chandon, al hidalgo le resultan indiferentes tanto el aumento del tráfico como el incremento de gases contaminantes, que se dispararían si en Madrid convivieran las casi 16.000 licencias de taxis con las 6.500 de los VTC. No advierte que lo efímero de su bienestar le perjudica y perpetúa, además, la esclavitud salarial (los chóferes de Uber y Cabify rondan el mileurismo, ese nuevo Grial de la clase media, mientras sus señoritos se preparan para salir a Bolsa).

A cambio de ese botellín de agua y de sentirse glotonamente importante dentro de su traje de Primark, prefiere no enterarse de que coger un taxi —un servicio regulado y, por tanto, muy controlado— supone contribuir a mantener la sanidad pública, la educación pública, las pensiones y otros dos o tres imprescindibles etcéteras. Porque la compañía para quien trabaja el conductor no profesional de Uber no tributa en España. Y si la profesionalidad no importa, ¿por qué entonces el hidalgo de Primark acudió a un médico colegiado y no a un chamán cuando padeció aquel cólico nefrítico? Pero qué más le da todo esto a él. El botellín de agua bendita de Uber lo atonta y redime. Es el signo bíblico que separa a los elegidos de los condenados. Y que los taxistas continúen esperando a Godot, digo a Ángel Garrido.