El héroe corriente. Cincuentón chaparro, media melena anillada, cejas pobladas, voz ronca y pintas de profesor majete, de los que avisaban muchas veces con ser la última y luego se rascaban la cabeza, dubitativos, a medida que se les acababa el boli rojo, el de los errores y los suspensos. Quizá por ello nosotros mismos le hemos dado infinidad de oportunidades. Hay en Fernando Simón algo diferente, aunque esa diferencia no sea nada más que el recuerdo de lo conocido.

Excelso comunicador, al director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias le ha tocado bailar con la más fea. Está acostumbrado, pues ostentando ese cargo desde 2012, tuvo que dar la cara en 2014 con la crisis del ébola. Una enfermedad, aquella, por la que se ordenó matar a un perro generándose así una manifestación bizarra, muy probablemente encabezada por los mismos que en estos meses han hecho un crowdfunding entre sus seguidores de TikTok para poder pillarse la camiseta del Simón elegible: el serigrafiado con gafas de motero, el de los grandes lemas, el fucking master o el tipo que sale a una rueda de prensa con una almendra añusgada en la garganta.

No querría el firmante opinólogo de barra de bar y sentencia firme levantarse mañana con las funciones del acusado. Salvo dos o tres valientes de boquilla, nadie en su sano juicio portaría con agrado semejante mochila. Pero a Simón le crecen los cuervos por días, sus comparecencias empiezan a oler a cansancio y cada vez son más los que no echarían a pachas la quiniela del coronavirus con el experto del Gobierno que da la cara dos veces en semana.

Convertimos al hombre en mito porque lo necesitábamos. El pueblo andaba corto de información y compró a pies juntillas al encargado de proporcionarla. El patógeno era desconocido y Simón también, la combinación funcionaba. Pero el tiempo, la hemeroteca y la mala leche generalizada han devuelto a la tierra a aquel que no pidió la fama que se le dio. Ya nadie escribe epopeyas sobre el motorista surfero que bucea con Calleja y se entrevista con escaladores. Nadie indaga sobre el jovenzuelo desplazado a Burundi que atendía en masa aislado del carnaval de destrucción que tenía a sus espaldas.

“Recomendáramos lo que recomendáramos, sabíamos que esto iba a pasar”. Esta frase de Simón, pronunciada este jueves, bien podría haber hecho referencia a la caída de su popularidad. Pero no, fue una especie de reflexión paternalista sobre el aumento de contagios en Navidad. No, doctor, la gente no tiene la culpa. El plan fue laxo, poco ambicioso y nada creíble. El mismo que decía hace un mes que el objetivo era reducir la IA a 25 casos por 100.000 habitantes, no puede plantarse en rueda de prensa y echar la peta al telespectador que no ha hecho ni más ni menos que lo permitido.

Igual que lo hacía el 31 de enero, cuando “España iba a tener, como mucho, algún caso diagnosticado”. O el 13 de febrero, cuando afirmó que “España no tenía coronavirus” y que le sorprendía este “exceso de preocupación”. O a finales de ese mismo mes, cuando no tenía “ningún sentido” que la población española llevara mascarilla. O a principios de marzo, cuando cerrar los centros de ocio para mayores era demasiado tremendo y a los hijos había que decirles que fueran a manifestaciones, mítines o partidos de fútbol si así lo deseaban.

Y es que no se puede permitir este exceso de triunfalismo. La duda demuestra más entereza que el error, especialmente cuando sobre ti cae la responsabilidad de prevenir. Entre las dotes de la comunicación política, especialmente en situaciones de crisis, figura como virtud evitar el alarmismo. Entre las obligaciones de un doctor, decir al paciente todo aquello que puede salir mal, los efectos secundarios y el qué vendrá después.

Simón, este lunes, volvió a equivocarse de profesión: “El impacto de la variante, en caso de tener algún impacto, será marginal en nuestro país”, aseguró en referencia a la cepa británica. Cuidado, doctor.