No cabe duda de que la monarquía es una institución anacrónica, y superada en cuestión de legitimidades por otros sistemas democráticos. De hecho, su supervivencia ha pasado por adaptarse a sus tiempos, y convertirse en monarquías parlamentarias. También es cierto que el poder y sus símbolos, su boato, como los religiosos, concitan una capacidad de imantación, de seducción, en la representación del poder público. En esto fue un adelantado nuestro Calderón de la Barca cuando escribió “El gran teatro del mundo”, un auto sacramental que incidía, precisamente, sobre la puesta en escena del poder en la sociedad y, sobre todo, en el tema de la vida como teatro. Escrito en el siglo XVII, este tema es más contemporáneo que nunca, aunque en el drama calderoniano esté la divinidad presente y la creación del mundo, teniendo en cuenta que hoy somos esclavos del escaparate de las redes sociales, y que la verdad importa menos que la creación de una realidad, verdadera o no, pero que apele a lo emotivo. En este sentido, y a pesar de su historia milenaria, el funeral de estado de la reina Isabel II ha sido un perfecto ejercicio, durante más de 10 días, de representación del poder, a todos los niveles, familiares, sociales, de política interna y diplomacia internacional, además de un ejercicio de marketing impecable. Lo más sorprendente de todo es que esta ceremonia transmitida y retransmitida, ha estado diseñada al detalle por la propia fallecida, para mayor gloria póstuma de su figura, pero también como último servicio prestado de publicidad y representación del poder de Reino Unido.

Vuelvo a incidir en el poder de los símbolos, y más cuando esos símbolos representan el poder, en un país como Reino Unido, que se está enfrentando a la crisis social, económica y política más importante en su historia reciente y que, gracias a estas pompas fúnebres, ha insuflado en los súbditos ingleses una falsa pero consoladora sensación de Imperio británico que hace mucho no es. La importancia de los símbolos, encarnados en personas o instituciones, más aún cuando persona e institución son la misma cosa, sean reyes constitucionales, presidentes de repúblicas o de gobiernos, líderes de opinión-y no me refiero a instagrammers, youtubers o ticktockers-, es que acaban siendo el referente, la constante en momentos de inconstancia e inestabilidad, “la roca”, como se ha referido a la reina Isabel la actual primera ministra británica Lizz Truss. No es un caso usual el de la monarca inglesa que, a pesar de algún traspiés ante la sociedad británica que supo enmendar rápidamente tras la trágica muerte de su nuera la princesa Diana de Gales, ha sabido conjugar una inteligencia fuera de lugar, con la osadía y las decisiones oportunas en cada momento. Voluntaria en la segunda Guerra Mundial, en contra de los deseos de su padre, el monarca Jorge VI, mostrándose firme junto al pueblo inglés durante los bombardeos nazis, llegando al trono siendo una joven recién casada y con dos hijos con la que empatizaron todos los ingleses, perdiendo a miembros de su familia en el largo contencioso de Irlanda del Norte, y luego viajando hasta allí, y reconociendo la legitimidad política del Sinn Féin, la historia la ha juzgado ya como una de las más esforzadas servidoras del interés general de su nación. Repito mucho este concepto últimamente: interés general. No es un mal concepto que rescatar. En tiempos de crisis mundial, a todos los niveles, con un rearme global, una crisis energética y económica imprevisible en sus consecuencias, es importante. Frente a una especie de “Internacional Fascista”, que a pesar de su discurso encarna de facto el ruso Vladímir Putin y todos los que disfrazados de salvapatrias en el mundo en siglas altisonantes pero que desean el totalitarismo están alcanzando el poder en Europa y EEUU, habrá que buscar respuestas.  Anteponer el bien común frente a las miserias personales, es importante. Para ello harían falta personas que lideraran, que sirvieran a la ciudadanía de verdad, que se comprometieran. Necesitaríamos símbolos que representasen, de verdad, una constante y, además lo fueran, y los sirvieran. Me temo, sin embargo, lo apunté en mi artículo anterior, que con la pérdida de figuras como Gorvachov o Isabel II, estamos enterrando con sus sombras, pero también con sus luces, una forma de liderazgo que se extingue, en el altar de la sociedad líquida de hoy, de una realidad de información desvirtuada y confusa, en una tormenta perfecta para el caos en la que estamos, y no queremos mojarnos.