Según la RAE, en su primera acepción, tradición es “transmisión de noticias, composiciones literarias, doctrinas, ritos, costumbres, etc., hecha de generación en generación”. A algunos les encanta seguir tradiciones con fe ciega. Me parece muy acertada la idea que propone que ninguna tradición es buena si contradice la bondad o la razón. Se suele aceptar como dogma de fe cualquier tradición que se presupone una costumbre adquirida por una herencia ancestral. Sin embargo, obviamos el hecho de que muchas tradiciones, especialmente las de tipo religioso, no provienen de ninguna herencia popular ni cultural sino de una imposición forzosa que costó la destrucción de tradiciones y acervos culturales anteriores.

Hasta hace apenas unos días todos hemos sido bombardeados, como cada año, por mensajes de paz, amor y buenos deseos de todo el mundo para todo el mundo, y hemos disfrutado o padecido interminables cenas y comidas familiares celebrando una “tradición” que, en el fondo, percibo que la mayoría no sabe ni qué es ni de dónde viene. Hace años yo me puse muy en serio a buscar información porque quería tener claro lo que celebraba; quizás por aquello que decía Spinoza de que la actividad más importante del ser humano es aprender para entender, porque entender es ser libre. En ese camino me encontré con las celebraciones precristianas de culturas que el cristianismo destruyó (Grecia, Roma, celtas, bretones, germanos, pueblos precolombinos etc.) y que celebraban el renacimiento del Sol en el Solsticio de Invierno.

Y me enteré también del significado de la festividad de los reyes magos, día 6 de enero; fiesta en la que la iglesia protestante, en cambio, no reconoce la figura de los reyes, y en su tradición es San Nicolás o Santa Claus quien reparte los regalos en las fiestas de invierno. Sin embargo, al igual que otras diversas tradiciones que se suponen cristianas, como la navidad, la fiesta de los Reyes Magos tiene un origen, ya digo, pagano (no cristiano) y laico (no religioso); en concreto la leyenda de los magos de Oriente ya existía en Egipto y en las culturas mesopotámicas.

Fue a partir del siglo IV cuando los cristianos transformaron las fiestas del Solsticio de Invierno en su particular versión de la navidad, de acuerdo a sus creencias y dogmas. Y las fiestas del 6 de enero, en la que los griegos rendían culto al dios Aion, y los antiguos egipcios a Isis, madre de Horus, fue sustituida en el cristianismo por esa fiesta de “epifanía” y reyes magos. El intercambio de regalos se hacía, previo al cristianismo, en esa celebración del Solsticio de Invierno. En España el hábito de hacer regalos el 6 de enero apareció en el siglo XVI, a raíz de que la Iglesia prohibiera hacerlo en el día de navidad, por el origen “pagano” de esa tradición ancestral. El famoso roscón de reyes, típico de ese día 6 de enero, también tiene un origen pagano porque es la evolución de una torta que hacían los romanos en sus fiestas Saturnales del Sol Invictus (sus fiestas propias del Solsticio de Invierno).

Es decir, en realidad las actuales fiestas son tradiciones impuestas, que se superpusieron a otras fiestas precristianas que eran naturales y no dogmáticas ni religiosas, fiestas que el cristianismo aprovechó porque estaban grabadas en el imaginario colectivo. En el fondo, se sustituyó la veneración a la naturaleza, al sol que permite y mantiene la vida en todas sus formas, por un mito-dios humanizado. Algunos autores consideran este reemplazo como uno de los grandes pilares causantes de la enajenación del ser humano de  la naturaleza, lo cual supuso un gran desastre, porque realmente nos alejó de algún modo de la vida natural, aunque somos parte de ella.

Pero percibo que sobreviven y se van extendiendo por el mundo diversos festivales y celebraciones que rememoran aquellas fiestas antiguas del Solsticio de Invierno, como el Festival de Montol o el de Stonehenge en Inglaterra, o el Festival de las linternas en Canadá. Dice la investigadora e historiadora María Kennedy que los primeros fundadores de la iglesia cristiana condenaron las prácticas de estos días festivos, pero no pudieron acabar del todo con ellas. Un dato curioso es que el origen primigenio de la famosa “misa del gallo”, a las 12 de la noche, es el recuento que se hacía de los que faltaban a esa convocatoria por adentrarse en los bosques y seguir furtivamente con sus celebraciones naturales propias, aun a riesgo de poner en peligro sus vidas.

Por todo ello me parece ridículo, además de manipulador y coercitivo estar días enteros percibiendo cómo se normaliza un engaño hablando de “la llegada de sus majestades los reyes”, como una noticia real, contribuyendo a una gran mentira. ¿Tenemos derecho a engañar a los niños? ¿Acaso la realidad y la verdad no pueden generar ilusión?, ¿Nadie piensa en la decepción y muchas veces el trauma, sin mencionar la ruptura cognitiva que pueden sufrir los niños cuando se enteran de que han sido engañados durante años con una falsa ilusión?

Desde todos los puntos de vista, pero especialmente desde el psicológico y emocional, los engaños, las falacias, las mentiras son dañinas y forman parte de lo peor del ser humano. Dice una de las más grandes filósofas del siglo XX, Simone Weil,  que “la necesidad de verdad es la necesidad más sagrada”.

Coral Bravo es Doctora en Filología

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