Igual, igual que en una feria de ganado en la que el labriego duda ante un burro y le dice al vendedor: “Este, no; a ver ese de ahí”. Y le levanta y retuerce después los belfos para escudriñarle la dentadura (al jumento, no al vendedor), le palpa los ijares por sorprenderle bultos y corcovas, le inspecciona las pezuñas y, echándose dos o tres metros atrás, afila un brillo lagartón en los ojos y ofrece: “Le doy tanto y pierdo dinero”.

Más o menos así de agropecuariamente se ha conducido Kiril Petkov, el primer ministro búlgaro, al distinguir entre refugiados guais y refugiados lumpen a la hora de quitarle las telarañas al arco triunfal de Europa para que entren los que salen huyendo de la guerra. Aquellos, sí; estos, no. Aquellos son, por supuesto, los ucranianos; estos, los sirios, afganos, africanos y demás razas malditas, de piel oscura y delincuente, que viven, estudian o trabajan de forma legal en Ucrania. “Estos no son los refugiados a los que estamos acostumbrados. Son europeos. Personas inteligentes e instruidas”, nos tranquilizó el dirigente búlgaro. Cierto partido nacional, con su amor unánime por todos los menas del mundo, lo aplaudió. Y el resto de la Internacional reaccionaria, lo mismo.

Ahora bien, a mí el discurso de Petkov no me gustó del todo. Yo creo que se le olvidó decir que ese senegalés engarañado de mantas y frío que aguanta empujones racistas en la cola de la frontera para cruzar a Polonia fue el culpable de que Cervantes perdiera el brazo en Lepanto. Y así ya tendríamos motivos para la deportación exprés y el alambre de púas. Para las corcertinas y las porras. Que ya se sabe que los inmigrantes negros y los refugiados de color miseria solo vienen a convertir el Vaticano en una macrogranja de cebras, a violar a la Laura de Petrarca y a robarnos el perfume musical de Händel.

Por su parte, el fiscal jefe de Ucrania —ese país que va a entrar en la UE sin haber duchado antes de neonazismo su sociedad, lo que será un gravísimo problema para todos— decidió que no iba a ser menos que el primer ministro búlgaro. Así que, en una entrevista para la BBC, afirmó muy digno que le entristecía mucho el ataque de las tropas rusas contra su país —y en esto estamos de acuerdo—, “porque están matando a niños rubios y con los ojos azules”. Me quedé de piedra. Volví a retroceder la frase por miedo a no haberla entendido bien. Pero allí estaba, talmente como la transcribo ahora.

El fiscal venía a insinuar que si fueran balas yanquis o rusas contra criaturas sirias o yemeníes tendría un pase, pero disparar a niñitos de postal aria con sus pequeños carnés genéticos en regla y visados por el Batallón Azov —una especie de ISIS ultranacionalista y neonazi que forma parte de la Guardia Nacional ucraniana— clamaba al cielo. Al cielo camorrista de Odín, naturalmente. O al que invocaban los cruzados de Jerusalén, que no era el anticiclónico y pacífico del sermón de la montaña, me parece. No teníamos suficiente con el sátrapa Orban, que justifica con más estupidez que desvergüenza su rechazo a la inmigración a fin de “preservar la homogeneidad cultural y étnica” de Hungría, cuando parió la abuela ucraniana.

Tanto las declaraciones del uno como del otro se engloban dentro del discurso común a todos los nacionalpopulismos que pudren el mundo, desde los EE.UU. a Europa, haciendo escala en la ultraderecha rusa y ucraniana. A todos estos evangelistas del Dixan racial los une la creencia en la supremacía de la raza blanca, el rechazo a la inmigración, la islamofobia, el racismo, la xenofobia, la misoginia, la homofobia, la violencia y la exaltación mítica de un pasado nacional que solo es grande en sus delirios de restaurarlo.

Todo esto está muy bien recogido en el minucioso informe de la Fundación Rosa Luxemburgo De los neocón a los neonazis. La derecha radical en el Estado español y, desde el otro lado del Atlántico, en la interesantísima y desasosegante opera prima de Talia Lavin titulada La cultura del odio. Un periplo por la ‘dark web’ de la supremacía blanca (Capitán Swing), un ensayo cuya lectura no siempre es cómoda, pues el comportamiento de estos grupos, llenos de bilis y malparideína, te revuelve el estómago y te hace dudar del ser humano, o de ciertos seres humanos, sobre todo cuando lees que una niña de catorce añitos, con un millón de seguidores en YouTube, es una de las indiscutibles cabecillas de la logia de los supremacistas blancos norteamericanos, que luchan por afianzar y extender sus lepras en la opinión pública, sin desdeñar matanzas o atentados. En Ucrania, o al menos en la parte occidental y proeuropeísta de Ucrania, hace tiempo que lo consiguieron.

Quizá por eso no deba extrañar, aunque sea indignante, que ni Zelenski ni la UE hayan censurado, hasta donde yo sé, los malos tratos policiales que reciben los inmigrantes residentes en Ucrania que buscan huir de los bombardeos. Solo que ellos no son blancos. No importa que con su trabajo y sus impuestos hayan contribuido a mejorar el país que los acogió. No son blancos. Esto significa que solo pueden subirse a un autobús, a un coche, a un tren después de que lo hayan hecho los ucranianos de tez báltica y ojos azules. Desgraciadamente, son decenas de testimonios en varios pasos fronterizos los que confirman este racismo. Y muchos medios de comunicación mayoritarios, de paseo con la chaqueta al hombro, salvo honrosísimas excepciones. Se conoce que la violación de los derechos humanos no siempre es noticia.