Esta semana hemos asistido con estupefacción a un espectáculo tan inaudito como bochornoso: el asalto al Capitolio. Ante nuestras pantallas se sucedían imágenes que, si hubieran pertenecido a una película, hubiéramos tachado de increíbles y hasta ridículas. Para que luego duden de que la realidad siempre supera a la ficción

La verdad es que tiene mérito. Cuando nuestra capacidad de asombro parecía agotarse, aparecen unos tipos incalificables y entran en el templo de la democracia de los Estados Unidos como Perico por su casa. Nunca mejor dicho, porque uno de ellos incluso pone los pies sobre la mesa.

La cosa daría risa si no diera mucho miedo. Y lo da porque la mano que mece la cuna de este episodio es la misma mano que puede pulsar el temido botón rojo que nos podría mandar al carajo. Y ahí permanecerá si nada lo impide durante un par de semanas, hasta que el nuevo presidente tome posesión y posición.

Mientras tanto, el dueño de esa mano peligrosa tiene consigo su juguete preferido, las redes sociales, y quería jugar hasta el último minuto de partido. Pero hete aquí que eso ya no es así. Y no porque así lo haya decidido la autoridad judicial, ni ninguna otra institución con poder para hacerlo, sino porque lo ha decidido el dueño de las redes sociales. Así que el propietario del campo suspende el partido sin que árbitros, equipos ni público puedan chistar. Porque yo lo valgo, vaya. O, mejor dicho, porque yo lo tengo.

Es cierto que la mayoría de personas -al menos, las que tienen dos dedos de frente- estarían de acuerdo en que Trump no debería seguir jugando a ser el amo del mundo en Twitter, y espolear desde ahí a hordas de descerebrados a que ataquen a quienes le quitan su tesoro. Pero la cosa no es el qué, sino el cómo. Por más que sea conveniente quitarle ese poder, no puede hacerse sin garantías. Y no hay otra garantía para limitar la libertad de expresión que la que dan los tribunales.

Hacerlo de otro modo haría tambalearse los pilares de una democracia, esa misma democracia que Trump pone en peligro. El fin no puede justificar los medios. Ni hoy ni nunca.

La libertad de expresión no se pude regir por el cartel de “reservado el derecho de admisión”. Porque si hoy se le aplica a él, mañana podría aplicársele a cualquiera. Y habríamos desencadenado lo que se trataba de evitar.