AUSCHWITZ EN MADRID. Los viejos como negocio, como inversión, como criptomoneda con que las ratas trafican en las higiénicas cloacas de la sociedad, en el bajomadrid de las residencias, campamentos de la muerte sobre los que los fondos buitre extienden sus alas carroñeras. Los viejos como negocio y las residencias como cementerios donde a los muertos les ponen la tele hasta la hora de la comida, un puré de sobre y una rodaja de mortadela, que tú no tienes el coronavirus, Carmen, lo tuyo solo es flato, por unas décimas de fiebre no vamos a llamar a la ambulancia, tómate el yogur y calla.

Es el gansterismo económico del PP, el neoliberalismo sin bozal en las residencias desgualdrajadas por Aguirre, Ayuso, Lasquetty y demás lobos que aúllan a la luna del dólar y veneran a Pluto, el dios de la pasta gansa. Las residencias de Madrid como un Auschwitz castizo y con mantón de manila, como una fosa común a donde van a morir Luis, Petra, Manuel, Vicente, todos solos en sus habitaciones solas, todos solos con su muerte a solas.

Pero no los eliminan con Zyklon B, misericordia cristiana, ante todo, sino con desprecio y abandono. Los matan o los dejan morir, tanto da, porque Luis, Petra, Manuel, Vicente son los lumpen del asilo, los parias, los mayores de 80 años, los inválidos, los desahuciados, los enfermos mentales que viven dentro de su inocencia blanca y sola.

A estos andurriales del infierno no llegan los ángeles amarillos del Samur, ni van a llegar, aquí no llegan la piedad ni la justicia ni las ambulancias. Porque hay órdenes de hierro del gobierno regional para que no lleguen, para que no trasladen a Luis, Petra, Manuel, Vicente a los hospitales, pero sí en cambio a los ancianos que tienen seguro médico privado. Ya hay demasiados viejos en España, viejos que no producen, viejos que nos comen dinero y cagan pérdidas económicas, viejos de paja, espantapájaros de estepa, reflexiona más o menos Enrique Ruiz Escudero, el consejero de Sanidad de Ayuso, la presidenta a cuyo mando siempre ha estado el negocio de las 475 residencias de Madrid con sus más de 6.000 muertos.

EL ÚLTIMO APLAUSO. Por aquí aún se oyen los aplausos de las ocho. Bueno, el aplauso. El último. El de esta mujer —manos de hojaldre y pelo octogenario— que vive sola con sus claveles de silencio en el edificio de enfrente. No importa que su aplauso tenga que ponerse de puntillas entre el tráfico, entre el estruendo de pezuñas de los corredores, entre las voces color pasota de los transeúntes. No importa que su aplauso sea débil. Suena y eso basta. Suena a las ocho. Cada día. Suena y atruena y eso basta.

EL EMPRESARIO SENSIBLE. Garamendi es el Carlos Gardel de la patronal, un nostálgico de gomina y tango que rechaza la “nueva normalidad” y clama por la vieja y solloza delante de los micrófonos de Europa Press por volver con la frente marchita y el alma aferrada a un dulce recuerdo —económico— que él llora otra vez.

Garamendi, nostálgico de gomina y tango, etc., no es que haya envejecido en estos casi tres meses de realidad pixelada. Es que ha retrocedido. “Los empresarios”, exclama, proclama y reclama, en este orden, “no quieren una nueva normalidad, sino llegar a la de siempre, con rigor presupuestario y ortodoxia presupuestaria”. Es decir, el gasto público debe contenerse y los impuestos recaudados dedicarse a pagar la deuda. Austeridad, en una palabra. La tan inútil como siniestra austeridad de siempre. Pero austeridad para los de abajo. Euros paternalistas y estatales para salvar las grandes empresas; látigo y una lata de atún para los trabajadores.

Garamendi, nostálgico de gomina y tango, etc., da la impresión de no haberse enterado de que vivimos en Covidland. Él sigue en busca del edén, cuando se sabe que la humanidad lo perdió para siempre en 1667. John Milton firmó el acta de defunción en Paradise Lost. Así que quédese en casa, señor Garamendi, que hay ciertos paraísos que están mejor en el infierno.