Las grandes empresas saben que desactivar e incluso asustar a un consumidor que les advierte de que no está dispuesto a permitir que le tomen el pelo puede resultar muy fácil. Y lo es más cuanto menor es su poder adquisitivo y el conocimiento que tiene de sus derechos. En muchos casos, basta con contestarle que esa factura inflada es absolutamente correcta para que la víctima se resigne. En otros, recurren a la amenaza del corte del servicio, de incluirlo en un registro de morosos o de reclamarle la deuda en los tribunales. Pero en multitud de ocasiones las empresas se limitan a hacer caso omiso a las reiteradas reclamaciones que siga enviándoles el consumidor hasta que se canse.

Si acaba acudiendo a una asociación de consumidores o denunciando ante la administración competente, buena parte de las compañías cambian el talante y ceden, pero también están las que sólo lo hacen si la cuantía reclamada no es demasiado alta.

Y es que todo es cuestión de estadística. Las empresas saben que un porcentaje muy reducido de usuarios se percata de una irregularidad, otro aún menor reclama, la cifra de los que insisten sigue bajando cuando no les dan respuesta o ésta es negativa la primera, la segunda y la tercera vez que exigen que les devuelvan su dinero o cumplan lo pactado en el contrato. Los que insisten en batallar por sus derechos tras los reiterados silencios o noes a sus reclamaciones son una inmensa minoría, cuyo número continúa disminuyendo cuando hay que dar el paso de recurrir a las organizaciones que los defienden o las autoridades que tienen la obligación de actuar ante los abusos. Y ni que decir tiene cómo se ve reducido el número si al final no queda otra que acudir a los tribunales de justicia.

Los consumidores necesitamos tener conciencia de clase para asumir que resignarnos ante los abusos supone ponérselo aún más fácil a los de arriba para que nos machaquen a los de abajo. Pero también necesitamos un incentivo que nos anime a defender nuestros derechos. Porque cuanto menor sea el importe económico del abuso, menos son los que se animan a emprender la batalla. Todo es cuestión de estadística.

¿Pero qué pasaria si, fuese cual fuese la cuantía que reclamásemos, siempre tuviésemos derecho a una indemnización económica cuando las empresas se negasen a darnos la razón si al final demostramos que la teníamos? ¿Qué pasaría si cada vez que las empresas no se dignasen a contestarnos o se saltasen un plazo mínimo de tiempo para hacerlo, estuviesen obligadas a compensarnos por ello?

¿Qué tal un mínimo de 50 euros? Sí, 50 euros. Si la empresa no contesta a tu reclamación en X días, 50 euros. Si la empresa te contesta diciéndote que no atiende tu reclamación y después logras que lo haga reclamando a través de FACUA o denunciando ante la autoridad competente, 50 euros. 50 euros como mínimo, más el importe que estuvieses reclamando claro.

Seguro que con ese incentivo, seríamos muchos más los consumidores que reclamaríamos a las empresas cuando cometiesen una irregularidad, por pequeña que fuese. Y seguro que ante ese riesgo de tener que pagarnos, las empresas se tomarían mucho más en serio el cumplimiento de la legislación. Con ese incentivo, corregiríamos la estadística.

El nuevo Gobierno tiene en su mano dar ese paso en la regulación de nuestros derechos frente a los abusos de las empresas. Puede hacerlo con una nueva reforma de la ley general para la defensa de los consumidores o incluyendo la medida en la futura ley de servicios de atención al cliente. Esa ley que PSOE y Sumar han incluido entre sus compromisos en el acuerdo del gobierno de coalición. Una ley en la que ya se ha trabajado en tres legislaturas pero, por distintos motivos, nunca ha llegado a aprobar.

Comienza una nueva legislatura. Y vamos a trabajar desde el primer minuto para lograr ese y otros cambios legales que nos ayuden a corregir la estadística.