“La política hace extraños compañeros de cama”. Lo decía Manuel Fraga Iribarne, y llevaba razón. Como tiene razón también el conocido dicho popular según el cual “los extremos se tocan”. Por desgracia lo comprobamos de nuevo, tanto en Cataluña como en el conjunto de España. Después de tantos años de voladura sistemática de cualquier posible puente de diálogo, con la inesperada llegada del socialista Pedro Sánchez a la Presidencia del Gobierno de España se ha abierto la esperanza de una difícil y sin duda arriesgada posibilidad de resolución negociada del gran problema de Estado que constituye el desafío del secesionismo catalán. No obstante, desde su refugio alemán y a la espera de instalarse de nuevo en Bélgica, Carles Puigdemont intenta dinamitar el que puede ser ya el último puente, mientras el recién estrenado nuevo líder del PP, Pablo Casado, se dispone a competir a cara de perro con Albert Rivera en la cerril defensa del populismo nacionalista. 

Cara y cruz de la misma moneda, tanto el secesionismo catalán acaudillado por Puigdemont como el ultraespañolismo cuyo liderazgo se disputan ahora Casado y Rivera tienen como objetivo único impedir cualquier posible solución política, y por consiguiente legal y pacífica, a un conflicto de una gravedad cada vez más evidente y mayor. Un conflicto que ha hecho saltar por los aires el sistema de partidos en Cataluña y que ha fracturado a la ciudadanía catalana de un modo inimaginable hace solo muy pocos años, y que únicamente ha tenido, tiene y tendrá efectos muy negativos tanto para el conjunto de España como, de forma especial, para Cataluña.

Carles Puigdemont no es ya un delirante aprendiz de Napoleón Bonaparte en su particular refugio de Waterloo. Ahora ansía convertirse en una suerte de nuevo Atila, aquel rey de los hunos de quien se decía que no volvía a crecer la hierba allí por donde él pasaba. Desde que sustituyó en la Presidencia de la Generalitat a Artur Mas -conviene recordar que por designación personal de éste-, el exalcalde de Girona ha destrozado todo cuanto ha tocado, y acaba de cargarse lo muy poco que quedaba ya de la histórica CDC pujolista, que de manera efímera fue reconvertida en un PDECat que se ha hecho el harakiri al rendirse de modo incondicional a la Crida Nacional per la República, algo así como una ensoñación de Partido Único, Frente Nacional o Movimiento Nacional bajo el caudillaje, único, indiscutido e indiscutible del propio Carles Puidemont.

Carles Puigdemont no es ya un delirante aprendiz de Napoleón Bonaparte en su particular refugio de Waterloo. Ahora ansía convertirse en una suerte de nuevo Atila

Poco o nada importa queb más de la mitad de la ciudadanía de Cataluña haya votado de modo reiterado a opciones políticas contrarias a la secesión. Parece que tampoco importa que ni tan siquiera todo el independentismo se someta al caudillaje personalista de Puigdemont. Como solo ocurre con el fanatismo más irracional, ya sea éste político, religioso o de cualquier otro tipo, lo único que importa es la sumisión absoluta e incondicional a los dictados de un líder que decide en solitario quién es no ya su adversario electoral y político sino hasta su enemigo, al considerarlo a todos los efectos enemigo de la patria.

Como era de temer, Puigdemont y los suyos han optado una vez más por el cuanto peor, mejor. Porque contra Rajoy vivían ellos mejor, entre otras razones porque no se atisbaba ni la más mínima posibilidad de diálogo político y ni que decir tiene de negociación, y por tanto el relato y el discurso político quedaba reducido a emociones, sensaciones y sentimientos, lejos de toda racionalidad o lógica. Casado y Rivera coinciden con Puigdemont. Son extremos que se tocan, que basan toda su política en la apelación a las pasiones y que, como hacen siempre los populismos, pretenden ofrecer respuestas muy fáciles a problemas muy complejos, incluso a sabiendas de la falsedad de esta vana pretensión. Además, Puigdemont, Casado y Rivera tienen un enemigo común: Pedro Sánchez. Porque todos ellos saben que el actual presidente del Gobierno de España representa el último puente de diálogo posible.