Guy Debord nos habló de la sociedad del espectáculo, en la que el individuo ha sido suplantado por su imagen y la realidad por su apariencia. A este tránsito del ser al parecer, y del parecer a la nada, ha contribuido —es obvio— la televisión, un producto más de la oligarquía sociocultural que está entre la publicidad, la copia, la propaganda, la insignificancia y el kitsch. La tele es el muecín que convoca al creyente para el rezo diario por los santos valores pornocapitalistas. Y MasterChef es uno de los ejemplos más logrados.

Sometido a una combinación de folclore y grandilocuencia, este programa rebaja la gastronomía a pueril competición que favorece todo tipo de éxtasis y todo tipo de ridículos. No es, ni mucho menos, un espacio en que se enseñe a comer mejor o más saludable. Aquí la comida es una excusa tanto para el vedetismo culinario como para mostrar al espectador una galería de tipos —los concursantes— con que identificarse y poder así servirle en las pausas una buena ración de anuncios con salsa de Pedro Ximénez. Por MasterChef desfilan el concienzudo, el gracioso, el gruñón, el perseverante... El truco es antiguazo. Lo empleó ya Lope de Vega en su renovación teatral del siglo XVII. Y le funcionó.

MasterChef, por otra parte, transmite una ideología tan nutritiva como una pizza industrial. Individualismo, competitividad y búsqueda del éxito social constituyen su vulgata para un mundo mejor. Por no hablar de su delicadeza con el medio ambiente, otra de sus virtudes. Que a los cocineros de pitiminí les da por trabajar con productos exóticos o lejanos cuyo transporte no se hace precisamente por telequinesia, creo. El salmón o el aguacate son algunos de los ingredientes de la gastronomía esquemática y farolera de hoy (producir un kilo de aguacate, por cierto, consume la misma cantidad de agua que usted beberá en casi tres años).

No concluyen aquí las audacias de los chamanes de la sartén. En su glotonería de efectismos y novedades, los chefs de moda, y con ellos toda su reata de imitadores, no excluyen de sus platos a los insectos, algunos de los cuales son muy dañinos para la agricultura. De modo que, si nos los comemos, contribuiremos al bien común, al eximir a los labradores de fumigar el maíz o las patatas con los estornudos químicos de Monsanto, casi tan tóxicos como un tuit de Hermann Tertsch. Hormigas, saltamontes, escarabajos, políticos y cigarras pueden acabar en tu estómago a poco que te descuides.

En el colmo de la afectación, estos cocineros recurren al manual de instrucciones del Quimicefa para hacer un huevo frito, porque si simplemente lo echan en la sartén, no les sale. Confunden la cocina con el laboratorio de madame Curie, de ahí que los guisanderos de MasterChef les hablen a los niños que concursan en el programa de heteróxidos y de metabisulfitos de potasio y de otras cosas horribles que les hacen recordar los exámenes del colegio. Y alguno llora, a ver. Yo, cuando deseo comer como es debido, me voy al restaurante España, en Fermoselle, y dejo que Mar Marcos me cuide con un jugoso chuletón de ternera de la raza sayaguesa o con lo que quiera ofrecerme.

Finalmente, ni en el mejor restaurante del mundo —ese que tiene toda una Vía Láctea de puntitos Michelin— sale tan caro cenar como ver preparar un plato en MasterChef, que luego encima no comes. Casi 74 millones de euros públicos ha pagado RTVE a la productora del programa desde 2015. Bastante más que lo que se destina a la asistencia sanitaria en la provincia de Zamora. Claro que, en la España triste y hospiciana, un médico, una enfermera, un consultorio o un desfibrilador —hay un solo aparato por cada tres mil y pico habitantes en Castilla y León— es menos útil que ver cómo un señor deconstruye una empanadilla frente a las cámaras. Claro que sí. Que nada ni nadie nos arruine el espectáculo. Y que le den a Guy Debord.