De un tiempo a esta parte, experimento una sensación curiosa cada vez que veo un informativo. Algo así como un dejà vu, pero algo más complejo, como un dejà vu a veces.

Viendo estos programas, hay momentos en que una tiene la impresión de que no ha pasado nada. De que ningún virus maldito ha sacudido al mundo y las cosas siguen como antes. Pero mucho, mucho antes.

Hablo de la sección de deportes. Tras un tiempo de sequía, volvemos a ver inundadas nuestras pantallas de hombres –hombres, repito- en calzón corto corriendo tras una pelota. O sea, fútbol. Así que, cuando parecía que habíamos dado algunos pasos para que “deportes” no fuera sinónimo de fútbol masculino, entre el virus y el Poderoso Caballero nos han hecho retroceder en el tiempo y en el camino hacia la igualdad, entre otras muchas cosas.

Llaman la atención ver imágenes de jugadores sudorosos a menos de un centímetro entre ellos y sin mascarilla. Sobre todo, si comparamos con las imágenes vistas no hace mucho en un programa de televisión donde el cuerpo de baile llevaba no una sino dos mascarillas, como decía muy ufano el presentador.

Pero no hace falta irse hasta ahí. Cualquiera que conozca a personas que practiquen, incluso profesionalmente, actividades físicas, sabrá de las restricciones a las que están sometidos. Bailarinas y bailarines obligados a ensayar en un rectángulo sin acercarse al resto –nada de portés, pasos a dos o baile de salón- o judokas que tienen que fingir el combate porque no pueden tocarse, por poner ejemplos que conozco bien.

Por su parte, la mayoría de competiciones suspendidas o canceladas a correprisa, como el fútbol femenino. Solo las que proporcionan ingresos extra, como los de las casas de apuestas, navegan viento en popa a toda vela. O sea, fútbol y, si acaso, automovilismo y poco más. Adiós a la ilusión de ver deportes minoritarios en la tele. Minoritarios, por supuesto, en cuanto a ingresos, porque el esfuerzo y la dedicación son máximos.

No estoy en contra del fútbol, sino en contra de que las restricciones que sufren el resto no se apliquen, precisamente, a quienes podrían permitirse pasar un año sin trabajar sin tener problemas económicos.

Parece mentira que esta pandemia no haya servido para aprender que el dinero no lo es todo. Y que quienes, durante el confinamiento, acortaron nuestras horas con su generosidad a través de actuaciones on line, conciertos gratuitos o interpretaciones desde sus balcones, merecen, al menos, la misma consideración que quienes cobran sueldos estratosféricos por dar patadas a un balón.