Se veía venir. Ha desaparecido del menú político del día, y ya ni siquiera los popes mediáticos lo sacan a que se oree un poco en sus tertulias. Es como esos parientes lejanos que cuelgan de una rama medio seca del árbol genealógico, que nunca sabes si están vivos o tan educadamente muertos como siempre. Parientes de niebla. Como el tema de estas líneas. Un tema que se ha ido alejando del discurso político, del discurso social, y ya es un fósil periodístico y coñazo que preferimos eludir, ocupados como estamos en nuestras tragicomedias cotidianas. Y los políticos en las suyas, cada vez más neblinosos, cada vez más desdibujados, cada vez más huidizos. Mandan el cuerpo al Congreso y ellos se quedan en casa.

El tema, en fin, al que me refiero es la emergencia climática. Que el planeta se nos convierte en un secarral como Venus y las élites financieras, políticas y empresariales siguen de domingo, silbando y con la chaqueta al hombro. Y tienen intención de continuar así, por supuesto. Tímidamente, en algunos sectores se habla, desde hace años, de capitalismo verde, lo cual es un oxímoron, una contradicción, algo así como —según decía Baroja, siempre malicioso— presuponer que existe un navarro inteligente.

Quien no se enreda en las paradojas del capitalismo verde y a quien sí le interesa proponer soluciones rotundas para combatir la emergencia climática es a Andreas Malm. Andreas Malm es profesor de la Universidad de Lund (Suecia) y militante de la rama punk del ecologismo, por decirlo de un modo que ayude a separarlo de esa ecología pop, la de Greta Thunberg y sus teleñecos, más rosácea que verde.

Pues bien, de Andreas Malm acabo de terminar un libro cuidadosamente editado por Errata Naturae e impecablemente traducido por Miguel Ros González. Se titula El murciélago y el capital (Coronavirus, cambio climático y guerra social), y me apresuro a recomendarlo a todo aquel que quiera escapar de esta especie de Matrix político que nos atonta con sus promesas de cambio ecológico que nunca llegan ni se cumplen. Andreas Malm ya se ha cansado de esperar al Godot socialdemócrata, ese para quien, mientras se hunde el Titanic, siempre hay tiempo de salvarse con una melodía de violín.

¿De qué trata el libro? Pues de la intrahistoria de la pandemia que nos aflige, y aquí no hay nanas, ni paños calientes, ni medias tintas. Malm no gasta pólvora en retóricas y dispara perdigonazos de sal contra el culo del oligopolio de los combustibles fósiles y contra el nalgatorio de algunos más. Porque, a pesar de lo que sugieren o parecen esforzarse en sugerir los grandes conglomerados mediáticos, la irrupción del coronavirus no ha sido, ni mucho menos, un accidente. No. El coronavirus solo ha sido una consecuencia lógica —y Malm lo subraya doblemente en rojo, al igual que otros autores— de la bulimia capitalista.

Por ejemplo, la deforestación de los bosques tropicales, donde vive una cuarta de los murciélagos del planeta, no solo acelera la pérdida de biodiversidad, sino las transmisiones zoonóticas. De modo que el hecho de que se desencadenara una pandemia originada por los murciélagos solo era cuestión de tiempo, señalaba ya en 2018 un equipo de científicos. “La acumulación descontrolada de capital es lo que zarandea con tanta violencia el árbol en que viven los murciélagos y otros animales. Y lo que cae”, concluye Malm, “es una lluvia de virus”. Y solo para perfeccionar el bienestar de quienes vivimos en los países del Norte, en los países desarrollados. Nigeria, por ejemplo, sufre de malaria a causa de la obligada deforestación para exportar a los países ricos madera y cacao. O sea, los occidentales nos quedamos con el chocolate y los africanos con los mosquitos.

Malm, que no es un fanático de prosa calvinista, reconoce, no obstante, que sería obsceno culpar de todas las miserias de los países pobres a los países ricos. Y relaciona también la deforestación con el crecimiento de la población mundial y la concentración en las grandes ciudades asiáticas, que se extienden cada vez más por los bosques cercanos.

¿Y el pangolín, con esa pinta de samurái bonachón? Malm también se ocupa de él, aunque escoge un gran angular para ampliar el encuadre e incluir en su autopsia no solo las costumbres alimenticias de los chinos de las zonas agrícolas, sino a otro tipo de consumidores y a los que están en la pomada del tráfico de especies exóticas: las élites. Resulta que el consumo de pangolín se ha disparado entre los jóvenes de clase acomodada, con estudios superiores y salarios de secuoya. Ardillas, tejones, ratas de bambú, fochas, todo tipo de córvidos, civetas, estos animales y alguno más conviven hacinados en jaulas, donde mezclan sus orines, heces y saliva, y pueden convertirse, por tanto, en un polvorín vírico. Y todo para acabar como delicatesen en el plato de señoritos caprichosos, valga la redundancia. Señoritos que estiran su naricita esnob no solo por Asia, sino por Europa. “En los últimos años”, recuerda Malm, “podían encontrarse filetes de cebra en Alemania, salchichas de cocodrilo en Noruega o marsupiales, camellos y pitones en los asadores de Suecia. […] El mercado de la extinción forma parte del estilo de vida del uno por ciento más rico; no representa la esencia de ninguna cultura nacional”.

La parte más interesante del libro, con no tener desprecio ni grasa las dos anteriores, es la última. Porque, a pesar del mal rumbo del planeta, con un capitalismo salvaje y patológico al timón, la supervivencia no es una utopía. Para lograrla, y dado que los Estados capitalistas se revelan incapaces de sacarnos de la crisis medioambiental, Malm propone un leninismo ecológico, al que define, para sosiego de algunos, como “una estrella Polar de principios, no una afiliación de partido”. Y recuerda que el dirigente soviético luchó por convertir el estallido de la Primera Guerra Mundial en un golpe al sistema que la había provocado. Ahora, propone Malm, hay que hacer lo mismo, pero no para crear un gobierno de sóviets, sino simplemente para salvar la vida. “¿Se le ocurre a alguien otra idea?”, se pregunta el autor. “¡Ah, sí! Fabricar nubes e inventar vacunas; bloquear la radiación solar y rastrear los movimientos de la gente. En el mejor de los casos, esas propuestas equivalen […] a intentar sobrevivir dentro de una casa en llamas bebiendo muchísimos vasos de agua fría”.

Y conciencia es la palabra clave. Ya decía Adorno que, cuando las propias estructuras humanas amenazan la vida, el hombre no se salvará “a menos que se origine un sujeto mundial con conciencia propia e intervenga”. Dicho de otro modo, o se crea una presión social lo suficientemente amplia y poderosa en todo el mundo que obligue a los gobiernos a intervenir con mano de hierro para acabar con un sistema que nos condena a la muerte, o ya podemos pensar en nuestras esquelas y en las de nuestros nietos. Nosotros elegimos.