Los antropólogos y los neurólogos parecen estar de acuerdo en una cosa: sólo un uno por ciento diferencia biológica, genética y neuronalmente al hombre del chimpancé.  Viendo alguna de las triadas capitolinas del olimpo del mal gusto contemporáneo, como la conformada por Paquirrín, Isa P. y Omar Montes, empiezo a creer, firmemente, no sólo en la ya asumida tesis darwiniana de la evolución humana del mono, sino en la supremacía de los primates.  Aseguran también los científicos que, ése uno por ciento, llamado el uno por ciento cultural, es la nimia diferencia en la que la especie humana desarrolló el lenguaje, la escritura, la capacidad de racionalizar y socializar las emociones y el arte, como manifestación última de sublimación de todas estas. Una forma elevada de memoria colectiva, de permanencia como especie.

Ya en los años 50 un zoólogo, demostró que, en algunos primates, ese escaso uno por ciento cultural era casi inexistente, y que algunos especímenes demostraban, no sólo una capacidad comunicativa sonora y codificada, sino un interés y capacidad artística contrastable.  Se conoce, por ejemplo, el caso de Congo, un chimpancé que llegó a pintar más de 400 obras plásticas. Cuadros abstractos que realizó animado por su mentor, el zoólogo británico Desmond Morris, defensor del conductismo en el mundo animal y autor del libro El mono desnudo. El chimpancé fue considerado el Cézanne del mundo animal. Congo causó sensación entre los artistas del momento, y se dice que incluso Picasso adquirió alguna de sus obras. Sus piezas compiten hoy en el mercado de las subastas del arte con Renoir, Warhol, o el propio Picasso.

Pues bien, la contemporaneidad no hace más que demostrar que nos vamos por el sumidero como especie y, tal vez, estamos más cerca de la distopía fantástica, “El planeta de los simios”, que de una sociedad cada vez más civilizada. Viendo además las actitudes y altura de miras de nuestros dirigentes políticos, por no hablar de los internacionales, Trump, Boris Johnson, Bolsonaro, Putin, etcétera, cada vez queda más demostrada que, tal vez haya vida inteligente en otros planetas, pero en el nuestro, salvo en los chimpancés, está en vías de extinción. El hecho de que la cumbre del Clima en Madrid se haya cerrado dándole una patada a la lata, es decir, posponiendo de nuevo lo que ya no permite más dilaciones, es una prueba más de la frivolidad e insensatez de nuestro tiempo, y de lo apetecible y merecido que empieza a ser un apocalipsis al estilo superproducción hollywoodiense. Esto es como si, en una emergencia por incendio, se supone que estamos ante una “emergencia climática”, posponemos la evacuación y sofocar el fuego porque tenemos que preparar el almuerzo…

Pero volvamos a la cultura, o a lo que quede de ella. Seguramente a Congo le habría fascinado la presunta obra de arte vendida la semana pasada en Miami, del ¿artista? Maurizio Cattelan. Una pieza llamada “comediante”, aunque lo más exacto sería llamarlo “farsante: autobiografía”.  Le habría entusiasmado como alimento para matar el hambre y no como lo que es: una prueba de la indigencia intelectual, ideológica y artística de nuestro momento. Una demostración más de la banalización de lo que nos define, de lo que nos diferencia como especie. De la estupidez generalizada y del discurso de la nada en el que vivimos. Esta nadería viene apoyada por el llamado “mercado”, y sus mercaderes, que han prostituido las manifestaciones más significativas de la colectividad como especie  hacen el agosto a costa de la estupidez ambiente.

Citaba al principio de este artículo a  la triada del mal gusto español de la música, pero podría ampliarse. En arte, cualquier memez es elevada a la categoría de sublime -que es lo mismo que no decir nada-, y en literatura, una caterva de pseudo modelos adolescentes, analfabetos funcionales, se proclaman poetas o escritores a golpes sin sentido de tabulador, con las bendiciones de las editoriales que fueron más prestigiosas. Todos sabemos de lo que estamos hablando, y no necesito citar a nadie. Instagram y el resto de las redes sociales hieden de exabruptos líricos, colitis verbales y halitosis hormonales. Las librerías multiplican títulos “perfectamente olvidables” -en palabras del nobel Aleixandre en referencia a ciertas modas de los sesenta-, con los que, editores que ya tampoco lo son, y autores que quieren mimetizarse por tratar de arrimar el ascua a su sardina, legitimando la cultura de la nada.

A mí el arte, que no me lo expliquen. Un plátano pegado a la pared es un plátano pegado a la pared. Un  tonto venido a más, es un tonto venido a más, venda sus chorradas a millones, gobierne alguno de los países más importantes del mundo, o tenga miles de seguidores en las redes. Ya lo mismo da si uno se hace conocido y tiene seguidores por sacarse una teta, por ser un asesino en serie, o por ponerle lazos a boñigas de vaca. Parafraseando a una de mis filósofas contemporáneas favoritas, Mafalda, y a su padre, el cultísimo y agudo Quino, “que paren el mundo, que yo me bajo”.