Antes, los pobres descosíamos la funda del colchón y metíamos entre su celulitis de lana los billetes doblados con esa simetría que dan el miedo y el ahorro. O, si no era en el colchón, buscábamos una baldosa bajo la que enterrar sin coronas de flores aquellas pocas y tristes monedas que, muy de tarde en tarde, resucitaban convertidas en una bici para el niño o en un radiador para la casa. El colchón y el baldosín han sido nuestros paraísos fiscales, y no porque los pobres quisiéramos evadir impuestos o defraudar a Hacienda —al revés, es Hacienda la que defrauda a los pobres—, sino porque, para los pobres, el dinero, es decir, la ausencia de dinero, siempre ha sido un infierno y el infierno está mejor debajo de una baldosa.

Nosotros, la clase obrera, nunca saldremos en los papeles de Pandora. No por nada, sino porque la moral es cosa de pobres, como los globitos colesterolados del McDonald’s, el 3x2 de Carrefour y llorar en los funerales. De hecho, a los pobres ya nos cuesta bastante trabajo abrirnos una cuenta nómina en el banco —una nómina solo existe ya entre las palabras nómico y nominación del diccionario de la RAE— como para abrirnos encima una cuenta azul turquesa en paraísos fiscales según han hecho Pepito Guardiola (de profesión, su dinero y otras esteladas); Mario Vargas Preysler, ese Faulkner de plastilina que nos sonríe en inglés (en el de la Thatcher, por supuesto); el niñato septuagenario Julio Iglesias, con su colocón de mansiones; el, en muchos sentidos, offshore Miguel Bosé; el Borbón prófugo y golondrino; Santiago Calatrava, chamán de la arquitectura más lisérgica e imputado en el caso Palma Arena, un señor que cobró 1,2 millones de euros por un vídeo, un power point y dos maquetas de una obra que no ejecutó, o Shakira, quien, con esa voz suya, como un cruce entre la de un muecín y un gallo barranquillero con sinusitis, proclamó, en una de sus homilías o vídeos musicales, que ella no creía en Marx, y, por si hubiera sido demasiado sutil, ordenó que se arrojaran tomates contra el retrato indefenso de don Carlos, aunque tal vez no lo hizo por ignorancia o maldad, sino para animar vegetarianamente a comer más frutas y hortalizas a las adolescentes. Y para demostrarle por anticipado al autor de Conversación en La Catedral que ella vota bien y chévere.

Desgraciadamente, nada tiene de extraño el comportamiento insolidario y harpagón de Shakira —a la que ya estaba investigando Hacienda por fraude fiscal, pobre, con lo filantropísima y guay que es ella— como tampoco lo tiene el de los citados mendas y otros tantos defraudadores —políticos y ex jefes de Estado— que figuran en el cielo sin dioses de los Pandora papers. Personajes todos ellos que solo creen en las llantas de su Aston Martin y en el evangelio negro del capitalismo, ese sistema con trastorno límite de la personalidad que, de no echarnos todos de una santa vez a las calles para impedirlo, nos reventará el planeta. Pues el neoliberalismo es como el capitán Ahab, aquel loco que perseguía por los océanos literarios de Melville a Moby Dick, la gran ballena blanca, para darle muerte. Con su obsesión por el crecimiento económico a cualquier precio y el caiga quien caiga por bandera, los señorucos de Davos nos arrastrarán —nos están arrastrando ya— al abismo.

Y ni siquiera Dios podrá detener el desastre, pues resulta que también está pringado en los papeles de Pandora a través de los Legionarios de Cristo. Una congregación con muchas sotanas pederastas —empezando por Marcial Maciel, su fundador— para la que el auténtico paraíso, el de verdad, el brillante paraíso del dinero opaco, está en este mundo, concretamente en Panamá y en Nueva Zelanda. La sola lágrima de un niño al que magreó o violó un clérigo vale más que los 295 millones de dólares que atesora la compañía en su estructura financiera. Ya advierten Los Chikos del Maíz, pedagógicamente, evangélicamente: “Dejad que los niños se acerquen a Eskorbuto y no a los curas”. Pero, claro, a los raperos valencianos no va a ponerlos el papa Francisco, con todo lo progre que es, en los altavoces de la basílica de San Pedro, no sea que sus temas sociales le gusten tanto a Petrus que se marque un hip hop paleocristiano con las Epístolas a los corintios. O con las llaves municipales del cielo.

Los pobres, la famélica legión del himno, nunca saldremos en los papeles de Pandora, como decía, pues han escrito nuestros nombres en la nada. Pero volverán a acordarse de nosotros cuando lleguen los próximos recortes, que la deuda habrá que pagarla. ¿Otra vez con los ricos subiéndose a los yates y los trabajadores bajándonos los pantalones? ¿Lo permitiremos de nuevo?

En fin, tan bochornoso como los Pandora papers —los cálculos más conservadores estiman que un 6% del PIB mundial está oculto en paraísos fiscales y, sin embargo, poco o nada se legisla para erradicar ese sindiós—, es que las calles continúen vacías. Bueno, no. No están vacías. Sobran los grafitis úricos de los perros y mucha indiferencia.