El otro día vi unas imágenes en televisión que me pusieron los pelos como escarpias. Y eso que lo han puesto difícil con las barbaridades que nos hemos acostumbrado a ver hasta que se nos anestesian las tragaderas. Pero esto no me podía pasar por alto.

Se trataba de unas niñas pequeñas jugando. Hasta ahí, todo normal. Lo espeluznante era saber a qué jugaban, y del modo en que lo hacían. Aquellas criaturas llevaban, en una improvisada camilla, a otra de ellas de un lado a otro, corriendo y gritando. El juego consistía en trasladar cadáveres y enfermos a un supuesto lugar seguro y, cuando lograban el objetivo, reían como lo harían si hubieran logrado meter un gol, hacer una coreografía con la canción de moda o saltar la valla más alta. El lugar donde jugaban era un hospital de Gaza, un hospital que quizás ya no exista cuando estas líneas vean la luz.

Las niñas, como lo niños, imitan lo que ven. Y es verdaderamente espantoso que lo que vean sea eso, en lugar de las cosas propias de una infancia sana. Es terrible que, en vez de saltar, bailar o correr, jueguen a trasladar cadáveres. Es terrible que, en vez de estar en una escuela, estén en un hospital. Pero, sobre todo, es terrible que no podamos hacer nada para que sigan allí mañana, o pasado mañana. A algunas, las más afortunadas, les han robado la infancia. Para otras es aún peor, porque les habrán robado la vida.

Pero tal vez lo que más me asusta es pensar por cuánto tiempo nos van a preocupar cosas como estas. Me espanta pensar que quizás en un par de meses dejemos de hablar de estas niñas, de sus padres y de sus hogares destruidos, como hemos ido dejando de hablar de las cosas en cuanto dejan de ser actualidad, o en cuanto otra actualidad más apremiante sustituye a esta en portadas y prioridades. Nadie se acuerda ya de Aylan, aquel niño sirio muerto en la playa cuya foto sacudió al mundo. Ahora espaciamos cada día más las informaciones sobre la guerra de Ucrania, y pronto será el turno de la de Gaza, si, como parece, también se alarga de modo insoportable.

No voy a entrar a comentar quién tiene razón ni quién deja de tenerla, pero las bombas nunca la tienen, vengan de donde vengan. Y menos aun cuando las víctimas son tan pequeñas que convierten en normal el juego de trasladar cadáveres de un lugar a otro. Un juego al que ninguna niña debería jugar.

SUSANA GISBERT
Fiscal y escritora (@gisb_sus)