Hasta ahora individual y colectivamente hemos invertido en llevarnos mal con la naturaleza, con nuestro cuerpo, con nuestros vecinos del norte y el sur, del este y del oeste, con los que no piensan como nosotros o con las gentes de otras culturas y de otras religiones.También con los que no encajaban en nuestras tradiciones y convenciones sociales o con la orientación sexual propia. El balance al día de hoy de esta insistencia en la maldad (aunque nos atraiga más que la bondad) es francamente negativo: millones de muertes y destrucción, un planeta depredado y al borde del colapso climático, odios por doquier, violencia de género y un deterioro de la salud mental personal y comunitaria muy generalizado.

Los grandes beneficiarios de esta deriva destructiva son muy pocos y ahí están los indicadores de la desigualdad disparados en la inmensa mayoría de países. La era de optimismo, abierta tras la Segunda Guerra Mundial, apenas ha durado cincuenta años y ahora nos encontramos asustados por la incertidumbre y el miedo a desatar de nuevo a los grandes monstruos del pasado: fanatismos, integrismos religiosos y la violencia como respuesta a los problemas de toda índole.

Ha llegado la hora, pues, de ensayar lo que no se ha probado hasta la fecha: invertir dinero, tiempo y esfuerzo en llevarnos bien con todos los que nos hemos llevado mal en los últimos tiempos. Arreglar todos los daños causados y revertir o paliar los despropósitos en los que hemos incurrido, restaurar los ecosistemas alterados por la acción humana y ampliar el perdón y la amnistía al mayor número de personas posibles porque estamos en un cambio de ciclo, de paradigma. Y poner el contador a cero en todos los conflictos es la mejor receta para evitar el desastre civilizatorio que los fanáticos alientan.

Quienes hayan llegado hasta aquí y no coincidan podrán tachar el discurso de buenista, ingenuo o utópico. Pero les reto ahora a bajar a la realidad de nuestros días y que reflexionen sobre el callejón sin salida en que se ha convertido la guerra de Ucrania, donde tanto el invasor como el invadido coinciden ya en que hay que pararla porque todos pierden y es imposible ganarla. 

En la guerra de Gaza nadie en su sano juicio puede mantener que la demencial respuesta del ultra corrupto Netanyahu al despiadado ataque de Hamás pueda conducir a terminar con un conflicto que no tiene solución bélica posible.

Lo mismo ocurre en todos los contenciosos territoriales abiertos, cerrados en falso o subterráneos que colean en los cinco continentes. Hay que ir a un ¡Abajo las armas! general. Desarmar nuestras mentes infectadas por la desinformación y la mentira industrializada, dejar de odiar y comenzar a querer, abandonar la polarización y empezar a conversar con el adversario. Ensayar una pausa o mejor un alto el fuego en la red X y en todas. En definitiva, invertir en llevarnos bien porque el llevarnos mal no ha servido de nada.