Hay personas que deben negar la realidad para afirmarse en ella. Son aquellos que profesan una especie de optimismo militante y bobalicón. Se diría que aguardan la desgracia con ansiedad —y aun la urgen— solo para poner en obra lo que han aprendido en los catecismos rosáceos de Paulo Coelho y en los sedantes libros de autoayuda. Podrás ser aquello que ya eres o piensa en positivo y lo positivo vendrá a ti son algunas de las múltiples golosinas ideológicas de las que se nutre el llamado “pensamiento positivo”, una factoría de ficción que ha causado más víctimas que las obras completas de Schopenhauer, ese filósofo del pesimismo claustrofóbico.

Así al menos lo cree la periodista y bióloga molecular Barbara Ehrenreich, quien, hace unos años, publicó el libro Sonríe o muere. En él, la autora atribuía la crisis económica de 2007 a la ideología del pensamiento positivo. Y quizá razón no le faltase. Todo el mundo sabe que basta con concentrarse en desear pagar un crédito millonario para conseguirlo. Y que, si perseveras en la obligación de ser feliz a pesar de que te han diagnosticado un cáncer, de que tu mujer te ha dejado y de que para colmo se te caído al suelo la mermelada del desayuno, el universo conspirará para que te rebajen los intereses de la hipoteca. Y, si no, siempre puedes crecer internamente como persona, sea lo que esto signifique. Que quedarse en el paro con cincuenta tacos solo es una bendición encubierta, oye. La clave reside en saber ver el lado luminoso de la vida, como le cantaban a Brian mientras agonizaba en la cruz pop de los Monty Python.

Sospecho que, si creemos en Dios, es porque no lo vemos, como a los jefes de las grandes empresas. Pero en cambio sí creemos en lo que nos propone. De manera que, impacientes por merecer en la tierra la felicidad prêt-à-porter del cielo, los fanáticos del pensamiento positivo perfeccionan con yoga y reprogramación neurolingüística sus mundos de Yupi.

Y mucho de este pensamiento negramente positivo salpica a los políticos mundiales que acaban de reunirse en la cumbre de Nueva York para debatir, una vez más, sobre qué hacer para atajar la crisis climática, como si no lo supieran ya: acabar de una vez con el liberalismo económico y el insostenible modelo consumista. Pero no se hará, claro. Abducidos por sus cloqueos de gallinas retóricas, piensan que basta con hablar para que cese el deshielo del permafrost, que, si desapareciera —y desaparecerá—, provocaría un efecto veinte veces superior al que ya causa el CO2. Algunos políticos creen que, burlándose del Green New Deal o sugiriéndole con risotadas tabernarias en Twitter a Greta Thunberg que no debería cambiar el mundo, sino solo la medicación, vamos a recuperar el azul preindustrial del cielo. O que es suficiente, en fin, con repartir cubitos por el Ártico para que los esquimales sigan disponiendo de ladrillos para sus iglús.

Enzarzados en su guerra comercial, Estados Unidos y China pasan de la justicia climática tanto como de la social. En realidad, no solo los políticos, las grandes multinacionales, los accionistas que exigen beneficios a cualquier precio, pasan del cambio climático. Lo hacemos todos. Menos de la mitad de los españoles se declara comprometida con las causas ecológicas. O sea, que mientras tengamos el bandullo saciado, la cuenta bancaria saneada y unos euros entusiastas y metanfetamínicos para enmierdar el Mediterráneo con un crucero por las islas griegas o para fotografiar aborígenes vestidos con Levi’s en Papúa Nueva Guinea, la salud del planeta nos da igual. Y lo que esto supone: mayor pobreza en los países pobres, migraciones climáticas, inundaciones y sequías, escasez de alimentos, aumento de plagas, pérdida de cientos de miles de especies animales y vegetales...

Así, pues, como somos unos indiferentes patológicos, nada tiene de extraño el escaso interés informativo que han despertado tanto la huelga mundial por el clima —convocada para hoy en nuestro país— como el último informe de los científicos de la ONU que advierte de los desastres que provocarán la irreversible subida del nivel del mar y el calentamiento del agua. Y España, según este informe, será una de las regiones más vulnerables. Pero no hay que temer. Cerremos los ojos, respiremos en cuatro tiempos, llenémonos el cráneo de luz cósmica. Y, sobre todo, veamos el lado positivo de la catástrofe.