No deseo ser pesimista pero hay quien dice que un pesimista es un optimista bien informado, y todas las informaciones conocidas pronostican un otoño muy caliente. Caliente no solo porque todo apunta al incremento del calentamiento global -sí, eso que algunos se empeñan todavía en definir solo como cambio climático pero que en el mundo entero se concreta y expresa a través del calentamiento-, sino porque muchas previsiones macroeconómicas vaticinan una nueva y muy grave recesión y porque todo ello viene acompañado, y en gran parte provocado o inducido, por la creciente irrupción de movimientos y líderes de un nacionalpopulismo bajo cuyo ropaje se esconde, de un modo u otro, la siempre peligrosa amenaza del fascismo.

Solo nos faltaba que en el Reino Unido un tipejo como Boris Johnson, su nuevo primer ministro, se atreviese a suspender temporalmente el Parlamento, incluso a riesgo de poner en peligro de jaque a la mismísima reina Isabel, para constar que nos hallamos poco menos que en puertas de una tormenta perfecta. Con una Italia que, por suerte, parece haber logrado sacarse de encima a ese peligro público llamado Matteo Salvini, la gravísima crisis no solo política sino institucional provocada por Johnson en la Gran Bretaña, unida a los constantes disparates de Donald Trump en su alocada carrera contra China y contra el mundo mundial -tiene abiertos de modo simultáneo frentes con Irán y con Corea del Norte, con Venezuela y con Cuba, con México y casi consigo mismo-, nos sitúan cada vez más al borde del abismo.

Todo esto se produce mientras en España vivimos un estío de hastío, de fatiga profunda ante nuestra propia y ya casi endémica crisis política e institucional, que puede acabar por condenarnos a la celebración de unas cuartas elecciones generales en menos de cuatro años. ¿Por qué ahora Pablo Iglesias puede dar los votos de Unidas Podemos (UP) para investir de nuevo presidente al socialista Pedro Sánchez aceptando las mismas condiciones que rechazó hace tan solo unas pocas semanas? ¿Y por qué el socialista Pedro Sánchez no puede proponer para su nueva investidura presidencial a Pablo Iglesias, y por tanto a UP, las mismas condiciones que le propuso hace apenas poco más de un mes? ¿Por qué las izquierdas hispánicas tienen una tendencia tan fratricida o cainita que parecen trabajar a menudo a favor de las derechas más reaccionarias? ¿Por qué las formaciones nacionalistas o independentistas que impidieron que el entonces presidente Pedro Sánchez pudiera aprobar unos Presupuestos Generales del Estado le critican ahora, cuando legalmente no puede transferir a las comunidades autónomas las partidas presupuestarias imprescindibles para la prestación de algunos servicios públicos básicos? ¿Por qué las derechas españolas, ahora aparentemente tan diversificadas en sus tres versiones actuales pero en el fondo tan unidas y cada día más semejantes, son incapaces de asumir de verdad responsabilidades de Estado para llevar a término las necesarias transformaciones y modificaciones constitucionales, institucionales y estructurales?

Mucho me temo que nos aguarda un otoño caliente. Tal vez excesivamente caliente, y no tan solo en lo referente al clima o a la temperatura. Sobre todo, además y como por desgracia ya nos viene sucediendo desde hace ya muchos, demasiados años, en una Cataluña que, a la espera de la ya inminente celebración anual de la “Diada Nacional” del 11 de septiembre y en especial de la tan esperada sentencia del Tribunal Supremo sobre el proceso secesionista catalán,  vive -o sobrevive- sin vivir -o sobrevivir- en ella.