Con una carrera política que se ha prolongado por espacio de unos 60 años, está claro que nadie puede olvidar ahora, en el momento de su muerte, la contribución decisiva de Manuel Fraga a la transición de la dictadura a la democracia. Pero tampoco es justo olvidar ahora que Manuel Fraga fue un personaje muy importante en la dictadura, no sólo como todopoderoso ministro de Información y Turismo durante 7 años, de 1962 a 1969, sino también antes, como secretario general del Instituto de Cultura Hispánica en 1951, secretario del Consejo de Educación en 1953, secretario general técnico del Ministerio de Educación en 1955, director del Instituto de Estudios Políticos en 1956, delegado nacional de Asociaciones de la Secretaría General del Movimiento en 1957, y también después de ser ministro, como embajador en Londres en 1973, y en 1975, como vicepresidente y ministro de Gobernación en el primer Gobierno de la monarquía presidido por el ultrafranquista Carlos Arias Navarro.

Fraga quiso ser Cánovas y no lo fue. Nadie puede cuestionar su gran inteligencia ni sus amplísimos conocimientos. Nadie puede ignorar su contribución decisiva a la transición de la dictadura fascista a nuestra actual democracia. Pero nada ni nadie puede ahora intentar ocultar tampoco, en un nuevo ejercicio de amnesia o desmemoria colectiva, que Manuel Fraga Iribarne fue, como mínimo durante un cuarto de siglo, un servidor fiel y muy contundente de la dictadura franquista.

El propio Manuel Fraga dijo que había vivido “no queriendo hacer nada diferente de lo que he hecho”. Sería injusto, por tanto, reducir toda su historia a sólo unos pocos años de su tan prolongada carrera política. De ahí que yo ignore si, como muchos años atrás dijo de sí mismo su amigo Fidel Castro, “la Historia le absolverá” o, por el contrario, le condenará,

Jordi García-Soler es periodista y analista político