El equinoccio de primavera es, sin duda, la parte más bonita del año en su cíclica natural. Acabado el frío invierno y la hibernación de la vida, la naturaleza se despierta en todo su esplendor. Renacen las semillas, todo se llena de flores, el clima se vuelve cálido. Todo invita a la alegría, a la felicidad y al disfrute de la belleza que surge a nuestro alrededor. Simbólicamente la propia naturaleza y la Tierra, de la que vuelve a brotar la vida, nos muestran que todo cambia, pero todo vuelve; que tras el frío viene el calor, tras la melancolía otoñal viene el milagro de la luz que vuelve a inundarlo todo de vida, y nos devuelve el goce de vivir y la esperanza.
Las culturas antiguas de todos los tiempos, desde la propia Prehistoria, han celebrado esta explosión de la vida y el renacer de la natura. De ello depende la posterior recolecta de frutos tras las siembras, que, a su vez, garantiza nada más y nada menos que el alimento humano y de todas las especies en todo el planeta. Una de las más antiguas de las que se tiene constancia son las fiestas egipcias de Sham el Nessim, de hace cinco mil años, que aún se conservan. En estas fiestas, desde los tiempos faraónicos, se celebra el equinoccio de primavera con banquetes, bailes y cánticos populares.
En la Grecia clásica las fiestas de primavera giraban en torno al mito de Perséfone, secuestrada por Hades, y cuya vuelta al Olimpo llena de alegría a su madre, Deméter, quien vuelve a permitir el renacimiento de las flores y de los frutos de la Tierra para celebrar su regreso. En la antigua Roma estas fiestas se celebraban en honor a la diosa Cibeles y a su amante Atis, quien, según la mitología romana, era un hombre-dios que murió y resucitó, al igual que las semillas, al caer a la tierra, “mueren”, pero resucitan en una nueva vida. Durante estas fiestas romanas se alternaban actos de desconsuelo (por la supuesta muerte de Atis) y actos de enorme alegría (por su supuesta resurrección). Como vemos, el paralelismo de las nociones de muerte y resurrección es total en estas celebraciones y en la semana santa cristiana, y no es nada casual. Más concretamente se trataba de metáforas mitológicas referentes a la muerte y la resurrección de la natura en la primavera.
Es decir, el origen de las fiestas de primavera es natural y, por supuesto, agrario; y tenía que ver con la supervivencia, con el caminar cíclico y ensamblado del ser humano con la naturaleza. Todo eso fue denominado como “paganismo”, y destruido por el cristianismo a partir de ser considerado la religión oficial de Roma por Teodosio (27 de febrero del año 380, en el Edicto de Tesalónica), cuando el imperio estaba ya en claro declive; a partir de entonces el cristianismo empezó a imponer su propio dios, ya muy alejado de cualquier consideración humanista y natural del mundo.
Sin embargo, lo que se celebra en las fiestas cristianas de primavera es la tristeza, la pena, la represión, el dolor, la penitencia, el consabido valle de lágrimas. Recientemente, por ejemplo, el obispo de Alcalá clamaba contra la eutanasia, y pedía sufrir como Cristo. Y es que al cristianismo nunca le ha gustado la alegría ni la felicidad. En realidad, en las semanas santas el fasto religioso se mezcla con política y con la psicología humana. Se promueve una enorme exaltación emocional que actúa drenando las emociones contenidas de las personas, creyentes y no creyentes.
Porque no se trata tanto de religiosidad o espiritualidad como de las emociones humanas. Aristóteles lo definió muy bien en su Poética. En el contexto de la tragedia griega, la catarsis es el efecto liberador y, por tanto, purificador que los espectadores experimentan al presenciar una escenificación dramática, equiparando el dolor que ven en ella con el suyo propio. De ahí que en los ritos y procesiones de la semana de pascua podamos ser testigos de todo un abanico de expresiones emocionales, con muchísima frecuencia de una visceralidad descontrolada.
Acabamos de presenciar, a pesar del mal tiempo, un abanico inmenso de actos religiosos en todas las ciudades y municipios de España, relacionados con la pena, la culpa, la penitencia, el desgarro y el desconsuelo. Y, además, jalonados por las autoridades competentes. Religión, política y ejército unidos en unos actos que más que tradiciones, parecen, muchas veces, ceremonias verdaderamente institucionales. Aunque supuestamente vivimos en un Estado aconfesional, la confesionalidad toma las calles, las instituciones y las conciencias de manera intensa durante diez días en los que todo gira en torno a la dogmática religiosa. Como en el franquismo.
Por supuesto, muchos consideran que hay un componente claro de adoctrinamiento, lo cual sí es una verdadera pena, porque la democracia se nutre de mentes libres. Noam Chomsky dice, al respecto, que en toda democracia tendría que ser obligatorio hacer un curso de autodefensa intelectual. Porque de algún modo esa dogmática, de manera inconsciente, nos lleva a alejarnos de la racionalidad, y, sobre todo, de la alegría. El filósofo francés Gilles Deleuze decía que “el poder necesita personas tristes, necesita la tristeza porque puede dominarla. La alegría, por tanto, además de felicidad, es resistencia”.
Coral Bravo es Doctora en Filología