Cerca de las cinco de la tarde del pasado 19 de marzo llegó a la plaza de toros de Valencia el actual rey de España, Felipe VI. Asistía a la última corrida de toros de las Fiestas de las Fallas. Recibió una gran ovación, según he leído en la prensa, a su llegada; iba acompañado de toreros de renombre y de un asesor taurino, quien, imagino, le pondría al rey al corriente de estocadas, lanzadas, cuchilladas, machetazos y desgarros en las vísceras que recibía el toro mientras el “maestro” (curioso eufemismo) le mareaba con esa capa que utilizan para asediar y confundir al pobre animal, que no entiende por qué le someten a semejante tortura.

Como casi toda barbarie, el evento iba acompañado de una supuesta “obra social”. Como Dios manda. Es casi lo normativo. Quienes abusan, parasitan y dañan a otros de manera desmedida suelen intentar esconder sus bajezas y sus maldades a través de donativos o aparentes filantropías que garantizan el buen nombre del interesado, ya sea empresa, persona, institución o grupo organizado. Molière lo explicó muy bien en su obra El Tartufo (1664). En este caso el argumento solidario ha sido el regalo de 3500 entradas a este espectáculo cruel y bochornoso en los pueblos afectados por la DANA. Como si ver cómo torturan a un animal alivia los males de gentes que han perdido sus casas, sus negocios o a personas de sus familias. A mí me parece dantesco y surrealista.

Visto desde afuera pudiera parecer que la monarquía española está comprometida a formar parte de esa barbaridad que llaman tauromaquia. Siempre hay un miembro de la familia, si no varios, que es asiduo y aficionado a formar parte de esa vergüenza patria que llaman “fiesta nacional”. Desconocíamos, al menos yo lo desconocía, esa afición del actual monarca, aunque es vox populi en otros miembros de la institución. No así la reina emérita, de quien se dice que ama y respeta a los animales, lo cual le honra. Pero si nos abstraemos y echamos un somero vistazo a la historia humana se nos hace evidente que los ámbitos del poder siempre han utilizado la crueldad y la tortura como una especie de advertencia que impele a la sumisión. Recordemos cómo en la Antigua Roma los condenados eran arrojados a la arena para ser devorados por leones hambrientos, en espectáculos comunitarios. Eran como rituales que simbolizaban la fuerza y el poder del imperio.

La crueldad en las dictaduras ejerce la misma función. El pan y toros del franquismo es paradigmático. Donde se justifica y se normaliza la crueldad contra los animales se justifica y se normaliza también, en el inconsciente colectivo, la crueldad, de cualquier tipo, contra las personas. No se trata de algo abstracto ni subjetivo, sino absolutamente evidente y constatable incluso en la actualidad. Recordemos en la era Rajoy cómo se recortaba hasta el aire que respirábamos (sueldos, pensiones, despidos, sanidad, derechos ciudadanos) mientras, a la vez, se multiplicaban las subvenciones a las corridas de toros.

Las derechas españolas convirtieron a la tauromaquia en Bien de Interés Cultural. Cuando están en el poder multiplican su financiación, crean hasta cátedras sobre toros, lo cual es una vergüenza patria, resucitan antiguas tradiciones sádicas, como la caza del jabalí, incrementan los impuestos veterinarios, acaban de permitir de nuevo la caza del lobo ibérico, anteriormente protegido y poniéndole de nuevo en peligro de extinción…; y mil etcéteras más, todos ellos relacionados con la promoción de la crueldad, de la tortura y del sadismo.

Según datos de la asociación Anima Naturalis, el 72 por cien de la población española rechaza las corridas de toros, sólo el 10 por cien las considera aceptables. La última encuesta de la Fundación BBVA desvela que el 84 por cien de los españoles considera inaceptable el maltrato animal en fiestas populares y en circos, y el 77 por cien repudia la tauromaquia. El pasado domingo 23 de marzo, alrededor de la plaza de toros de las Ventas se llevó a cabo una manifestación en contra de la primera corrida de la nueva temporada, por una parte de esa inmensa mayoría de ciudadanos que exige la abolición de un espectáculo aberrante heredado de la España más negra.

Sin embargo, aunque, como vemos, una gran mayoría de los españoles es contraria a la tauromaquia, que, sin duda, se mantiene, no por esa minoría de aficionados que disfrutan enormemente viendo sufrir, agonizar, torturar y morir a un animal inocente e indefenso (disfrutar con el dolor ajeno es únicamente propio de la psicopatía, ya sea estructural o cultural), sino por la financiación millonaria de dinero público que se reparten entre empresarios, ganaderos y muchos de los que forman parte de ese monstruoso “festejo”.

Decía el maravilloso Rodríguez de la Fuente que “la mal llamada fiesta nacional es la máxima manifestación de la agresividad humana”. Doy por hecho que a estas alturas de la civilización la gran mayoría de los seres humanos abogamos no por la violencia en cualquiera de sus formas, sino por el respeto, la tolerancia y la solidaridad con todos los seres que habitan el planeta. Y en el siglo XXI las monarquías, en mi opinión, tendrían que tener como una función que justifique su pervivencia ser buen ejemplo de ello, y actuar en consecuencia.

Coral Bravo es Doctora en Filología

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