Vamos a morir por encima de nuestras posibilidades. Lo acaban de decir los científicos de la ONU. Bueno, en realidad nos lo llevan advirtiendo durante años y nosotros, ni caso. Es la maldición de Casandra, aquella vidente de la mitología griega que decía verdades que hasta eran verdad, pero a la que los dioses castigaron a no ser creída. Pues eso mismo les ocurre a los biólogos y a otras casandras de este apocalipsis de probeta que se llama calentamiento global. O, si les creemos, desobedecemos sus directrices e improvisamos excusas para postergar su cumplimiento. Que el calentamiento global no es solo cosa de los políticos. Es algo que nos atañe a todos.

La gente asegura estar muy preocupada por la mala salud del planeta. Todo el mundo, en efecto, echa en el bar su mejor párrafo ecológico y verde junto a una caña, pero resulta que llegan las vacaciones, y con ellas los vuelos migratorios de la clase media española, y nos vamos a Bangkok a hacernos una diarrea de selfis y a añorar patrióticamente la tortilla de patatas, que estos asiáticos no saben comer. No importa el impacto medioambiental de nuestros caprichitos. Eso sí, ponemos como chupa de dómine a Bolsonaro, a Trump y por ahí mientras volamos en el avión.

Los más concienciados, en cambio, prefieren vivir un episodio de Vacaciones en el mar, que era una serie televisiva de señoritos coñazos, y eligen tostarse de aburrimiento y sol en un crucero por las islas griegas, sin importarles que el viaje contamine lo que 14.000 vehículos juntos. Y mire usted si hay cruceros esquivando aquí y allá los cadáveres veraniegos de los emigrantes africanos que sirven de alimento a los jureles. Es que, Clarita, hija, con tal de amargarnos las vacaciones, estos negros son capaces hasta de morirse cerca del barco. Mira si tú no tendrán mar.

Tierra adentro las cosas no pintan mejor. No hemos aprendido nada de la crisis económica, y seguimos repitiendo, por tanto, los comportamientos que, de un modo u otro, nos condujeron a ella. No construimos edificios sostenibles. ¿Para qué vamos a hacerlo bien pudiéndolo hacer mal? Las urbanizaciones nuevas, en efecto, no renuncian a fingirse parques dublineses con su césped atildado y sus aspersores redichos, ni, por supuesto, repudian la sacrosanta piscina, cuanto más olímpica y boba, mejor, que constituye un distintivo de clase social como antes el mantón de Manila de ocho picos.

La agricultura tal como la practicamos, nos dicen los científicos de la ONU, por si alguno aún no lo había advertido, es insostenible. Y tres cuartos de lo mismo pasa con la ganadería. Ahora bien, poco o nada hacen nuestros agricultores, que son medio funcionarios de Monsanto, para que las golondrinas continúen su turismo gastronómico a cien mosquitos por hora en el cielo de campanas de los pueblos, donde cada vez hay menos insectos debido a los pesticidas y herbicidas con que los labradores bendicen transgénicamente sus maizales. Por no hablar de que muchos de ellos convierten en verdaderos muladares el paisaje, sabedores de que no les ocurrirá nada. ¿Dónde está el Seprona?

Así es. Lo que a los labriegos les estorba en casa lo heredan los encinares, a ver si los grajos le comen las entrañas de fusibles a un microondas antes de que se lo lleve el camión de la basura, que pasa, como es sabido, diariamente a las tres por los campos de Castilla. De un tiempo a esta parte, el paisaje castellano no es tan frugal como lo describía Unamuno. El paisaje de Castilla es un Corte Inglés de secano. En él te puedes encontrar de todo. Por ejemplo, un jersey que se pudre de canículas y hormigas; sacos vacíos de abono; botellas de vidrio rotas, cuyos fragmentos, con un poquito de suerte y un sol de injusticia, podrían prender la pinocha y provocar una buena hoguera de las vanidades para arrancar el telediario. Asimismo, puedes encontrarte colchones, los escombros que sobrevivieron a la biografía modesta de una modesta casa de campo; páginas de periódicos que fueron actualidad cuando nos desgobernaba Rajoy, etc. En fin, allí hay de todo, ya digo. Por haber, está incluso expuesta la obra maestra del Duchamp local: un bidé desportillado. Un bidé al lado de los girasoles. Eso sí que es vanguardismo.

Y ahora que vengan los científicos de la ONU a hablarnos de contaminación y cambio climático. Que vengan, a ver si se atreven, que en el bolsillo del pantalón, junto con el tabaco de picadura y el chisquero, asoma el hacha de sílex.