En estas fechas y en estas fiestas tan especiales el amor y los buenos deseos suelen estar más a flor de piel en la sociedad y en nuestros corazones. No porque ya sean inminentes las fiestas de navidad, que no son más que un burdo plagio de las fiestas celtas del Solsticio de Invierno y de las Saturnalias romanas, sino por algo mucho más atávico, más profundo y más natural. Seguramente llevamos grabado en nuestro código genético la carga ancestral y emocional de estas fiestas de inicio de invierno y de comienzo de un nuevo ciclo del sol, de la naturaleza y de la luz, en ese movimiento cíclico natural del tiempo, de la vida y del transcurso de nosotros mismos. Es ese nuevo nacimiento del Sol y de ciclo de la naturaleza lo que celebraban las culturas anteriores al cristianismo (Natalis Solis Invictis). Y en todo cambio de ciclo, en todo comienzo y en todo final lo emocional y lo afectivo se erigen en el centro de nuestro universo, porque, sin duda, lo que más somos es nuestras emociones y nuestros afectos.

Y justamente hace pocos días me llamó mucho la atención una noticia especialmente bonita y esperanzadora; una de esas noticias que nos llenan el corazón y nos devuelven la ilusión por una humanidad más humana y por un mundo mejor. El miércoles pasado, día 12 de diciembre, en el Congreso de los Diputados ocurrió uno de esos “milagros” que sí son reales y que no tienen nada que ver con alucinaciones, entes o espectros, sino con la realidad y con seres humanos de carne y hueso. Y digo que fue un milagro por lo inusual y lo extraordinario de que cosas así, cosas del corazón, ocurran en el mundo frío y hostil que vivimos.

El diputado del PP en el Congreso por la provincia de Cádiz, Alfonso Candón, se despedía, tras renunciar a su acta, para tomar posesión de su cargo como parlamentario andaluz. Y debe de ser una buenísima persona, porque lo hizo rodeado de aplausos y del cariño de sus compañeros, lo cual no es nada extraño en situaciones similares, especialmente por aplausos de los compañeros del mismo partido, y quizás a veces también por los fingimientos hipócritas y las pantomimas propios de los códigos y ritos sociales.

Desde que el neoliberalismo entró en nuestras vidas de la mano de Aznar y la derecha, allá por los 90, se institucionalizó la maldad, la crueldad, la insensibilidad y la voracidad implacable

Pero en esta ocasión todo fue diferente. El parlamentario de Unidos Podemos Alberto Rodríguez (tan menospreciado por sus rastas), en un gesto maravilloso de ternura y sinceridad, le dedicó unas palabras a Alfonso Candón desde el corazón. “Nunca pensé que iba a decir algo así en esta Cámara, y menos a un diputado del PP, pero le echaremos de menos, y le diré algo que es una de las cosas más bonitas que se pueden decir a alguien: es usted una buena persona y le pone calidad humana a este sitio”.

Desde que el neoliberalismo entró en nuestras vidas de la mano de Aznar y la derecha, allá por los 90, además del desastre económico, la corrupción oficializada, la catástrofe medioambiental, el auge de los fundamentalismos, el crecimiento imparable de la pobreza o desastres disparatados como el ascenso al poder de Donald Trump, se institucionalizó la maldad, la crueldad, la insensibilidad y la voracidad implacable. Ser malo cotiza alto, ser buena gente, ser sensible, ser poeta, tener buen corazón casi es percibido como una debilidad y un mal a erradicar en esta sociedad neoliberalizada, es decir, habituada a la crueldad. Vivimos en una sociedad muy enferma en la que, en síntesis, priman los psicópatas frente a los empáticos y, a fuerza de soportar una crueldad dantesca contra los ciudadanos y de percibir una inmensa y psicopática insensibilidad en las clases dirigentes, la sociedad y las personas se han ido haciendo también cada día más insensibles a la frialdad, a la hostilidad y a la maldad.

Vivimos una estética de la crueldad banalizada a través de la cual la ética, la compasión y la ternura han perdido presencia en nuestras vidas y entidad en nuestras conciencias. Eso, a pesar de todo lo demás, quizás sea el gran triunfo de los neoliberales. Y es hora de reivindicarla, porque nos es necesaria, y porque un mundo sin ternura es un mundo inhabitable. El ensayista, médico y conferenciante argentino Fernando Ulloa dice que “la ternura es un concepto profundamente político, porque la ternura es la base ética del ser humano”.

La naturalización y la normalización de la injusticia no es un proceso espontáneo, sino planificado y producido de manera muy consciente. Por eso ejercer la ternura es, de algún modo, hacer política, contribuir al bien general. Ejercer la ternura, la solidaridad, el afecto, el amor, en definitiva, supone desarmar discursos y dispositivos que desigualan y que ponen el acento en las diferencias, de cualquier tipo, de sexo, de estatus, de nacionalidad, de ideología. Gracias, Alberto Rodríguez por ejercer la ternura en un lugar en el que no le dejaron cabida, y gracias, Alfonso Candón, por ser buena persona e inspirarla; en el mundo que nos han creado no es pecata minuta. Por tanto, desactivemos el odio, las diferencias y las hostilidades, seamos fuertes y grandes y ejerzamos con fuerza la ternura, porque eso ayuda a construir un mundo mejor. Feliz Solsticio de Invierno.