Ningún gobierno lo hace todo mal. Sólo esta máxima debería ser suficiente para desconfiar de cualquiera que lo afirme. En esta España nuestra, que no admite tonos de gris y tiene tendencia a inmolarse casi siempre en el negro, una terapia del optimismo nos daría grandes beneficios, y no económicos precisamente. No me refiero a entregarnos a una orgía de autocomplacencia mientras nos envolvemos en la bandera entregados a su exaltación. Simplemente, si no es mucho pedir, que cuando algo sea objetivamente positivo la reacción automática no vaya a buscarle una segunda lectura para devolverlo envenenado en dirección a José Luis Rodríguez Zapatero, o ahora a su sucesor, Alfredo Pérez Rubalcaba.
La costumbre es mala consejera en la acción política. Gobernar y hacer oposición con el manual, sin el análisis necesario de las situaciones, que cambian sin remedio de un día para otro en coyunturas como la que vivimos, es garantía para desarrollar una importante miopía política. Así, pese a tener delante, aunque a cierta distancia, las señales que puedan llevarnos a salir del pozo como país, el afectado será incapaz de verlas. Seguirá poniendo el foco en la corta distancia, ese terreno donde el fango de los revolcones empaña todo, para evitar hacer discursos de altura y llevar así el debate político al vuelo rasante.
No es de extrañar que de esa manera acaben rotos tantos cristales, y demasiados consensos básicos. Los indicadores para albergar la esperanza están ahí, independientemente de quién gobierne este país durante los próximos cuatro años. Nuestros representantes tienen la responsabilidad de trasladarnos este mensaje porque, además de ser la verdad, es lo que España necesita para avanzar y progresar. Sólo hay que levantar la vista del suelo.
Ion Antolín Llorente es periodista y blogger. En Twitter @ionantolin