Ese es el problema: la nada, el vacío que los ciudadanos constatan una y otra vez, porque no encuentran respaldo en sus gobernantes. Esta situación deja espacio libre para la demagogia, lo cual puede acarrear graves peligros para la democracia, y también para la indignación, el desencanto e incluso la frustración

La semana próxima hay una convocatoria de huelga general. Llega en una coyuntura en la que sin duda encontramos motivos más que suficientes para expresar una protesta contundente, pero a la vez la incertidumbre y el pesimismo nos conducen hacia la duda. Hay motivos para infinidad de formas de protesta, pero sobre todo parece que la sociedad española aún está a la espera de que algo suceda, o de que las circunstancias cambien, y sobre todo entiendo que aún no ha recibido una explicación convincente del por qué de este estado de cosas. Ni quienes gobernaron en el inicio de la crisis ni quienes lo hacen en este momento han realizado un ejercicio de sinceridad que haya convencido.

Resulta imposible creer que con todos los datos macro y microeconómicos en su poder el Gobierno de Zapatero no comprendiera los términos de la crisis en su momento, e igual cabe decir del de Rajoy, puesto que resulte incomprensible que se presente como sorprendido por la situación heredada. Ningún gobernante, o aspirante a tal, podía ignorar cuál era la situación real de nuestro país. Cualquier gobernante con un mínimo de dignidad ya se habría dirigido al país para dar las explicaciones correspondientes acerca de nuestra situación real, y desde luego no se escudaría en las frases ya tan repetidas de que saben lo que se debe hacer y van a hacerlo, ni tampoco en que están trabajando para salir del mal momento, y por supuesto no resultan válidas las apelaciones a que somos una gran nación, que sabe afrontar los problemas que se le presentan y que todos juntos resolveremos el problema, porque eso es lo mismo que no decir nada.

Y ese es el problema: la nada, el vacío que los ciudadanos constatan una y otra vez, porque no encuentran respaldo en sus gobernantes. Esta situación deja espacio libre para la demagogia, lo cual puede acarrear graves peligros para la democracia, y también para la indignación, el desencanto e incluso la frustración. En estas circunstancias resulta difícil que los ciudadanos piensen que la solución se encuentra en una huelga general, y a la vez considerarán que ante tal cúmulo de despropósitos no cabe otra forma de protesta que no sea secundarla.

En este contexto lo que me resulta sorprendente es la decisión de quines desempeñan cargos públicos e institucionales en relación con la huelga. No parece razonable que quienes tienen responsabilidades de ese tipo apoyen una huelga, ni siquiera encuentro lógico que hablen de donar el dinero de ese día para determinados fines sociales. El derecho de huelga no está contemplado para los poderes del Estado, aunque sean los de una Comunidad Autónoma. No pueden hacer huelga los parlamentarios ni la pueden hacer los miembros del gobierno. Su obligación es cumplir ese día con las funciones propias de su cargo, por mucha simpatía que sientan con los convocantes y con los participantes en la huelga, porque cualquier otra decisión no servirá sino para contribuir a la demagogia y para aumentar el descontento de los ciudadanos hacia quienes desempeñan los cargos públicos.

Descartada la posibilidad de una varita mágica que de la noche a la mañana resuelva los problemas, a la vista de la imposibilidad de poner fecha al punto final de la crisis, dado que cualquier dato positivo de inmediato es matizado o negado por otra instancia, bien nacional o extranjera, los ciudadanos nos conformaríamos con que al menos, tal y como decía al principio, alguien con responsabilidades públicas dé una explicación acerca de cómo hemos llegado a este punto. Mientras tanto, el día 14 sería deseable que los políticos estuvieran en su puesto de trabajo y que los demás decidiéramos libremente, con nuestras dudas, qué debemos hacer.