“Vivir es ver volver”, dijo Azorín. Y llevaba razón. Porque el precio de la luz ha vuelto a insolentarse esta semana, hasta el punto de que, de seguir así, tendremos que viajar al siglo XIX a comprar quinqués y a lavar en pleno siglo XXI las camisas en las aguas proletarias del Manzanares, pues la luz eléctrica y la lavadora volverán a ser lo que fueron: un cuento de hadas y un lujo de marquesas.

El caso es que, mientras los pobres nos morimos repitiendo las últimas palabras de Goethe —“¡luz, más luz!”—, otros viven de borbónica madre en Abu Dabi, cantándole zéjeles a la luna negra y lorquiana de los bandoleros y riéndose de sus dos regularizaciones fiscales y de los españoles. Sobre todo, de aquellos alimentados de papel cuché que se craquelaban las manos aplaudiendo al prófugo fiscal y a una tal Sofía cuando ambos descendían monárquicamente las escalinatas de la historia para saludar a la plebe.

Pero no perdamos el oremus. Estaba diciendo que, mientras los pobres andamos a dos velas gracias a Naturgy y al capitalismo, la Fiscalía suiza acaba de descubrir una opaca y muy emérita cuenta en Andorra. “Y las que faltan aún por encontrar”, ríe por lo bajini el Campechano mientras le hace una higa a España y descorcha un Moët y le ofrece un mimoso ramito de dátiles a la hurí de mirada de gacela, que tiene que soportar sus bromas de labriego por amor a Alá y miedo a las iras del jeque. “Desde que vino al desierto huyendo de la justicia española”, piensa la chica detrás del burka rupestre y suní, “a este hombre se le ha puesto cara de dromedario”. O quizá únicamente de telepredicador hipócrita —valga la redundancia— y no tengas miedo al fisco, hermano, que Dios, Hacienda y el bipartidismo te aman.

El mayor mérito del emérito ha sido reinar, o algo así, en España. Porque en un país democrático, este hombre que dijo de sí mismo que sería como Franco, pero en rey, ya se habría sentado en el banquillo y, tal vez, habría dado con sus huesos, sus rifles y su evasiva fortuna personal —una chatarra de 1.800 millones de euros según The New York Times— en la cárcel.

Aquí, no. Aquí el aparato del Estado rinde vasallaje al Borbón, que es la cantidad mínima de rey que cabe en un monarca. Y los políticos del PSOE, del PP y los del fenotipo ultra lo protegen también. Y muchos periodistas. Algunos de los cuales se quedaban extasiados en sus editoriales con aquellos parloteos de sacamuelas con los que Juanito nos indigestaba las gambas del 24 de diciembre. Y la gente se tragaba aquellos engrudos sintácticos. ¡Lo más sublime que se había pronunciado desde Demóstenes! ¡O desde Chiquito de la Calzada! Y también se creía aquello de que teníamos un gran rey que nos había salvado él solito de Tejero, desde la tele, como Espinete, y con el pijama debajo de la guerrera. Y así, años y años.

Por fortuna, cada vez son menos los que abrazan la mentira oficial del 23-F y la fabulilla de la modélica Transición. Patrañas repetidas durante décadas por políticos socialistas y conservadores, por las emisoras de radio y las rotativas de los oligopolios mediáticos —demasiado habituados a decir a la población qué debe pensar y qué creer— que nos describieron a Juan Carlos I como un caballero artúrico, como un Perceval de la democracia, pero nos ocultaron cuidadosamente, entre otras cosas, que, como un nuevo conde don Julián —aquel traidor de los romances— consideró entregar Ceuta y Melilla a Marruecos.

La verdad, efectivamente, es menos áurea que su leyenda. Basta con leer los libros de Pilar Urbano o del historiador y periodista Jesús Palacios para confirmar lo que saben hasta los ficus más despistados del Abc: que el rey estuvo metido de hoz y coz en el golpe de Estado.

Ahora bien, en el caso de que no hubiera sido así, de que todo hubieran sido infamias y calumnias, ¿por qué no han actuado los fiscales y los jueces contra los pocos intelectuales y periodistas corajudos que aún nos quedan? ¿Y por qué siguen sin desclasificarse las grabaciones telefónicas y los documentos del 23-F? Pues porque, como en aquella novela de Chesterton, el jefe de la policía era el jefe de los anarquistas. Y corrupto, además.

Puede que el Borbón se sobreviva a sí mismo en Abu Dabi, entre cuscús legítimo y fotos llorosas de la monarquía, pero no en la conciencia de cada vez más españoles, para quienes tanto él como lo que representa murieron hace tiempo. Descanse en paz, majestad. Si puede.