Sostenido por un cloqueo metálico de muletas, don Campechano es aquel señor de traje oscuro y corbata rosa que un día salió en la tele para pedir perdón. Ahora ha vuelto a asomarse a los telediarios. Dicen que se jubila y que su pensión irá con cargo a los Presupuestos. Y la cobrará hasta que Dios y San Félix Rodríguez de la Fuente lo premien en el más allá por su activismo en favor de los osos, los elefantes y los paraísos bancarios, que deben de ser prados del color del dólar donde pastan los ciervos.

Don Campechano I de España se jubila, sí. Aunque sería mejor decir que se jubila otra vez, porque este señor se ha venido jubilando cada año desde que nació en Roma y anduvo después por Suiza y Estoril, una especie de Montecarlo minifundista y portugués en tiempos del dictador Salazar. Don Campechano ha estado cobrando la pensioncilla o lo que fuera desde entonces. Y con algún que otro pico de propina más tarde.

En efecto, poco después de que Franco casi muriese del todo en 1975, el rey emérito refundó una especie de pyme familiar, que algunos llaman monarquía, y se dedicó en cuerpo y alma a ella. Y sin quejarse jamás. Nunca se le oyó una mala palabra por tener que coger monótonamente el avión privado para ir a almorzar a las dos en punto con el rey de Arabia Saudí, otra vez caviar del Báltico y faisán con cuscús, qué coñazo. O por estar obligado a soportar los canapés de las cumbres internacionales y, ¿por qué no te callas?, las impertinencias de Hugo Chávez. A diferencia de él, sus súbditos tampoco han tenido que preocuparse de urdangarines, negociados y negocietes. Ni que arriesgar el pellejo tiroteando elefantes ni que jugarse la vida cada verano en un velero de papel cuché delante de los fotógrafos del Hola.

Sí, la existencia de los españoles da mucha envidia, sobre todo la de los parados, pues no deben sufrir opiáceos desfiles militares en octubre y pueden, además, hacer lo que quieran: vegetar frente a la tele, ser invisibles, hartarse de colesterol, vivir una vida más natural sin calefacción en invierno, echar unas risas con los amigos en la cola del INEM, dejar que se les caigan los dientes.

En comparación con esta, llena de independencia y tiempo libre, no es vida la que ha llevado don Campechano. Ni tampoco la que va a llevar a partir de ahora. Por eso, siempre agradeció que el vulgo y dos o tres marquesonas con permanente de perrito lulú lo recompensaran con esa simpatía espontánea del pueblo. Y más aún desde que los libró del tricornio de Tejero, aunque este asunto no conviene menearlo mucho. Sí, todo el mundo sabe que él ha sacrificado su vida por España. Nadie se imagina, sin embargo, lo que ha tenido que padecer leyendo durante décadas la homilía de Navidad o cada vez que el sastre le ha cortado mal las mangas de la chaqueta, que, más que un rey, en algunas fotos familiares parecía un droguero.

En fin, todos sus sacrificios por la patria fueron bien hasta que, en un safari, don Campechano I de España se rompió la cadera, vaya por Dios, que tal vez Corinna no lo llevaba bien sujeto de la mano. Y se lio bien liada.

Por eso, aquel día de abril de 2012, el monarca compareció ante los medios con traje oscuro y corbata rosa justo cuando abandonaba la clínica donde los médicos le habían remendado la osamenta. Don Campechano parecía un cruce entre un monaguillo al que han pillado bebiéndose el vino de consagrar y Leticia Sabater. “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Eso dijo. Y luego empezó a alejarse del encuadre con un cacareo de muletas. Pero los chicos de la prensa captaron algo. Una sonrisita sutil y monalisa que significaba que, hiciera lo que hiciera, despilfarrara lo que despilfarrara mientras la crisis ponía al país a régimen, él siempre sería inviolable, inimputable, inexpugnable e irresponsable. Y era verdad, sobre todo esto último. No obstante, había que fingir modales ante las cámaras y la plebe. “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”.

Dicen que don Campechano va a jubilarse. Yo no me lo creo. La Pantoja, superviviente de sí misma, también aseguró retirarse y miren dónde ha aparecido, en una isla de Honduras, con la voz hinchada de bótox y la misma histeria en el bikini que antes ponía en los faralaes. Quizá no tarde en dejarse caer por ahí don Campechano, ese gran hombre que se hizo —y, sobre todo, se deshizo— a sí mismo.